A la mañana siguiente, el aire en la academia estaba fresco y cortante, pero nuestra determinación era un fuego ardiente. El equipo, por primera vez en semanas, se movía como una unidad compacta. Liderados por Lucas y yo, nos detuvimos juntos frente a la oficina de Jair. Nuestros rostros reflejaban seriedad, la fatiga de la noche anterior y, sobre todo, una voluntad inquebrantable que había nacido de la derrota. Nos alineamos en semicírculo, una formación silenciosa que hablaba más fuerte que cualquier palabra.
Lucas, el líder natural, dio el primer paso. Su voz era firme, despojada de cualquier vestigio de arrogancia o miedo. "Entrenador," comenzó, "vinimos juntos a hacernos responsables de la derrota del martes. Perdimos porque jugamos con miedo y egoísmo en el segundo tiempo. Pero eso no somos nosotros. Le pedimos una última oportunidad. Una oportunidad para demostrar que, cuando la presión es máxima, podemos ser un equipo de verdad."
El entrenador Jair nos observó. Su ceño estaba fruncido, y cruzó los brazos sobre el pecho. La incredulidad en sus ojos era evidente, pero lentamente, esa incredulidad fue reemplazada por una chispa de sorpresa y, quizás, algo de intriga. "¿Una oportunidad? ¿Creen que esto es un juego, muchachos? El fútbol profesional no da 'últimas oportunidades' solo porque el equipo se siente mal." Estaba a punto de rechazar la petición rotundamente cuando un sonido lo interrumpió.
Para nuestro asombro, el director de la academia, una figura imponente y rara vez vista en los pasillos de entrenamiento, salió de su oficina contigua. Llevaba una carpeta de documentos, pero su atención estaba centrada en nosotros.
"He estado escuchando," dijo el director, su voz autoritaria resonando en el pasillo. Su presencia infundió un nuevo nivel de nerviosismo en todo el equipo. "Este es un club de fútbol, y en el fútbol, a veces se pierden partidos, incluso aquellos que no se pueden perder. Pero déjenme decirles algo que no es común. No es común ver a un grupo de jugadores, especialmente en la cantera donde el individualismo reina, admitir su error públicamente y unirse para pedir otra oportunidad. Es un gesto de madurez y de verdadero liderazgo, Lucas y Thiago."
El respaldo del director fue un shock. Nos dio una nueva esperanza, una validación externa de que nuestra 'victoria fuera de la cancha' sí importaba. El director continuó explicando que el Club valora el carácter tanto como el talento, y que la cohesión que acabábamos de demostrar era el tipo de mentalidad que se necesitaba en el primer equipo.
Jair nos miró, su postura ahora menos defensiva y más reflexiva. Parecía estar procesando la lección de carácter que acabábamos de darle a él mismo. "El reclutador se fue decepcionado," nos dijo, su voz volviendo a ser grave. "Vio un equipo que se rindió. Pero, movido por la fe que su compañero, Thiago, mostró la semana pasada, y por la valentía que muestran hoy, le he llamado. Le he dicho, honestamente, lo que ha pasado y el acto de unidad que presencio en este momento."
El aliento se nos cortó a todos. El destino de Lucas, y quizás el de muchos de nosotros, estaba a punto de ser dictado.
"Ha accedido a regresar," anunció Jair, y un suspiro de alivio colectivo se escapó de nuestros labios. "Pero bajo una condición. No van a jugar contra el equipo juvenil. Este sábado, jugaremos un partido de exhibición en el estadio principal, y su rival será el mejor equipo de la liga. Un equipo que juega con la disciplina de un profesional y que viene a probarse a sí mismo."
La noticia golpeó con la fuerza de un puñetazo. La euforia inicial se congeló. El mejor equipo. No era una segunda oportunidad; era una sentencia. Jair terminó con una claridad brutal: "Si ganan, las puertas del ascenso se abrirán para Lucas y quizás para todos ustedes. El reclutador no solo los verá a ustedes, sino que media docena de agentes de toda América estarán en las gradas. Pero si pierden... si pierden de nuevo o colapsan como lo hicieron el martes, no habrá otra oportunidad. Su sueño aquí habrá terminado."
Salimos de su oficina en silencio, una mezcla volátil de nerviosismo paralizante y euforia salvaje recorriendo el grupo. No había tiempo para celebrar el perdón o la lealtad. El reto era abrumador. Era el partido más importante de nuestras vidas. Y la única jugada posible era trabajar. Las próximas 72 horas serían una batalla de preparación, de concentración, de curar las heridas físicas y emocionales, y, sobre todo, de fe en la nueva hermandad que habíamos forjado. Teníamos que demostrar que el coração del equipo era lo suficientemente fuerte para vencer a la técnica más brillante.