Un viaje de fútbol, dolor y gloria

Capítulo 38: El Peso del Duelo

La Noche Rota

​La decisión de quedarme en la concentración para jugar el segundo partido fue la más dolorosa de mi vida. Me obligué a encerrar el duelo en un compartimento blindado. Mi padre había creído en mi sueño con una fe inquebrantable; honrarlo significaba cumplir ese sueño. Pero la noche se extendió, fría y despiadada.

​No pude dormir. Me pasé las horas mirando el techo, la imagen de mi padre fija en mi mente, luchando contra la culpa de no estar allí, de haber elegido una camiseta por encima de un adiós. El Capitán y el seleccionador habían dispuesto que el equipo me diera espacio. La única persona que contacté fue Sofía, quien me sirvió de enlace con mi familia.

​"Él te vio, Thiago," me consoló Sofía, su voz llena de tristeza y admiración. "Él murió orgulloso. Juega por él. Juega con su fuerza."

​A la mañana siguiente, no había lágrimas, solo una furia contenida, una necesidad de transferir el dolor físico del duelo al campo de juego. Me puse la camiseta de Colombia, y por primera vez, no sentí solo la presión; sentí el peso de la memoria de mi padre.

​La Sombra en el Campo

​El seleccionador, reconociendo la necesidad de mi disciplina y mi resistencia, me mantuvo en el banquillo. El plan era introducirme en la segunda mitad para neutralizar la velocidad del rival africano.

​El partido comenzó con una intensidad brutal. El rival africano, conocido por su agresividad y velocidad, nos asfixió con un pressing implacable. El mediocampo colombiano, desorganizado por la presión, cometió errores inusuales. Al minuto 35, el seleccionador no aguantó más.

​"¡Thiago! ¡Calienta! ¡Entras ya! Tenemos que estabilizar la posesión," gritó el entrenador.

​Salté al campo con el corazón en llamas. Mi mente estaba clara en mi objetivo: la disciplina. Jugué con una intensidad febril, cubriendo el doble de terreno, gritando las marcas, intentando inyectar orden en el caos. Durante cinco minutos, logré estabilizar la posesión, el balón volviendo a mi pie como un imán.

​Pero el duelo es un lastre que no se puede sacudir. La fatiga mental, esa que Elías me había advertido, regresó bajo la peor forma posible: distracción por una fracción de segundo.

​Al minuto 45, justo antes del descanso, un delantero rival dribló al Capitán y se lanzó hacia el área. Corrí a toda velocidad, intentando recuperar. Mi cuerpo, impulsado por la rabia, llegó un instante tarde. En lugar de contactar el balón, mi pie rozó el tobillo del delantero. Fue una falta menor, casi imperceptible, pero en el área, con la tecnología de por medio, era fatal.

​El árbitro, sin dudar, señaló el punto de penal.

​El Penal y la Humillación

​El rugido del estadio se convirtió en un grito de decepción. Sentí una ola de náuseas. Había cometido el error que Márcio nos había enseñado a evitar: una falta estúpida, cometida por la desesperación.

​El rival marcó el penal. 1-0.

​Caminé hacia el descanso con la cabeza gacha, sintiendo el peso de la culpa y la pena. Había honrado la disciplina de mi padre con mi decisión de quedarme, pero le había fallado con mi error. El seleccionador, al verme, no gritó. Solo me dedicó una mirada de profunda decepción.

​"Thiago, tu mente no está aquí. Lo entiendo. Pero no podemos pagar el precio en un Mundial," me dijo.

​El vestuario era una cámara de silencio y frustración. Valdés me miró con una furia fría. Yo era el responsable directo de que estuviéramos perdiendo.

​El Desplome

​La segunda mitad comenzó con Colombia intentando desesperadamente remontar el marcador. Conseguimos un empate al minuto 55 con un gol de Valdés, quien, con su genialidad intermitente, logró aprovechar un error defensivo rival. El marcador se puso 1-1.

​Pero mi rendimiento siguió siendo errático. Aunque mi corazón quería luchar, la fatiga del duelo había drenado mi lucidez. Perdía balones sencillos. Mi precisión, mi arma secreta, se había esfumado. Estaba arrastrando al equipo con mi dolor.

​Al minuto 60, el tablero electrónico se encendió: mi número brilló en rojo.

​Fui sustituido. La caminata hacia el banquillo fue un paseo de la vergüenza. El seleccionador me evitó la mirada. Me senté en el banquillo, sintiendo el frío de la derrota inminente. Me había prometido a mí mismo que jugaría por mi padre, pero en cambio, el duelo me había jugado una mala pasada.

​El Gol de la Tragedia

​Los últimos minutos del partido fueron una agonía. Yo observaba impotente desde el banquillo cómo el rival africano lanzaba un ataque tras otro. La defensa colombiana se sostenía por pura inercia.

​El reloj marcaba el minuto 92, el tiempo de adición. Un balón largo, un error en la marca del lateral que no pude cubrir, y un disparo cruzado. El balón se incrustó en la red.

​2-1. El silencio en el banquillo fue total, la derrota sellada. La inmensidad de la tragedia se asentó: la derrota significaba que nuestras posibilidades de avanzar a la siguiente ronda se habían reducido drásticamente.

​Al final del partido, mientras el equipo se retiraba, humillado y vencido, la culpa me aplastó. Mi sacrificio, mi disciplina, todo se había desmoronado ante la fuerza de la pérdida personal.

​Me acerqué al seleccionador, sintiéndome obligado a pedir disculpas. Él me detuvo con una mirada. "No te disculpes, Thiago. No es tu culpa. La vida es más fuerte que el fútbol. Mañana, regresaremos al entrenamiento, y tú decidirás si te rindes al dolor o si lo conviertes en la fuerza para ganar el último partido."

​El dilema de mi vida se había resuelto de la manera más trágica. Había perdido a mi padre y, por poco, había condenado el sueño que él había financiado con su vida.



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En el texto hay: sacrificios, fútbol, dolor y gloria

Editado: 27.11.2025

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