La Calma Después de la Tormenta
El ambiente en el vestuario antes del partido de octavos de final contra el potente rival europeo no era de pánico, sino de serenidad concentrada. La victoria contra el rival africano había inyectado fe, y la decisión de Thiago de rechazar las negociaciones del Real Madrid había cimentado su respeto. Ya no era el jugador turbulento; era el motor inamovible de Colombia.
Mientras me ponía la camiseta, sentí una calma que no había experimentado desde antes de la convocatoria. El dolor por mi padre se había asentado, transformándose de una herida abierta a un reservorio de fuerza. El recuerdo de mi padre no era un lastre, sino un testigo invisible de mi misión.
El seleccionador me miró a los ojos, sin darme instrucciones tácticas, sino un simple asentimiento de confianza. "Sal y juega tu fútbol, Thiago. El que te enseñó El Club. El que le gusta a tu padre."
El Dominio en el Centro del Campo
El partido comenzó con la ferocidad esperada. El rival europeo intentó imponer su ritmo físico, buscando intimidarnos. Pero en el centro del campo, yo era una isla de calma. Jugué con una sencillez brillante.
Cada toque, cada pase, era preciso y con propósito. Ya no tenía el miedo a perder el balón que me había paralizado en el segundo partido. Mi visión, mi habilidad única, se desató con una claridad brutal. Jugué con una autoridad total, recuperando el balón con tackles limpios y distribuyéndolo con pases que abrían las líneas defensivas rivales.
Héctor 'El Cóndor' Valdés, que había sido mi némesis y luego mi aliado, se benefició de inmediato. El "Cóndor" recibía los balones justo donde los necesitaba: al pie, en carrera, con el tiempo exacto.
El dominio se materializó al minuto 25. Recuperé un balón en el mediocampo con un tackle perfecto que dejó al rival en el suelo. Avancé unos metros. El Capitán me pidió el balón, pero vi la carrera de Valdés por el centro. No dudé. Lancé un pase largo, parabólico, que cayó como una pluma sobre la cabeza de Valdés, dejándolo mano a mano contra el portero.
Valdés no falló. ¡GOL! 1-0.
Corrí hacia Valdés. Él me señaló a mí, gritando a la cámara: "¡El pase es la magia! ¡Es el chico!" Yo no celebré con euforia; solo alcé mi mano hacia el cielo, un saludo silencioso a mi padre.
La Obra Maestra
El gol galvanizó al equipo, pero desestabilizó al rival. Mi momento de gloria personal llegó poco después.
Al minuto 38, el rival intentó un ataque. El balón rebotó en el área y llegó a mí, a unos 30 metros de la portería. El defensa se lanzó hacia mí. No pensé; actué por instinto. Con un toque sutil, evité al defensor y me abrí el espacio. Vi que el portero estaba ligeramente adelantado. Recordé los cientos de horas de práctica en El Club, buscando la perfección del tiro.
Disparé. No fue un disparo potente, sino una curva perfecta, con la comba exacta para superar al portero y caer justo bajo el travesaño.
¡GO-LA-ZO! 2-0.
El estadio explotó. El banquillo se vació. Valdés y el Capitán me levantaron en el aire. Era mi primer gol en el Mundial, un gol de antología, fruto de la precisión que mi disciplina había forjado.
La segunda mitad fue una clase magistral. Yo jugaba en un trance, cada decisión era la correcta. El mediocampo rival no podía acercarse. Mi confianza se convirtió en audacia.
Al minuto 65, recibí el balón en el centro del campo. Avancé, regateando a dos rivales con una facilidad pasmosa. Vi que la defensa se abría. No busqué el pase. Vi el hueco. Disparé un misil raso que se coló pegado al poste.
¡GO-LA-ZO! 3-0.
Y mi espectáculo no había terminado. Al minuto 78, cerré mi noche de ensueño. Recibí un balón, me giré y, viendo que la defensa se había desorganizado por completo, me lancé al ataque. Dejé a tres rivales atrás con cambios de ritmo y amagues. No busqué la asistencia. Disparé con el exterior del pie, un toque suave que se convirtió en un golazo de billar, que superó al portero por la escuadra.
¡GOL! 4-0.
El partido terminó con el marcador final: 4-0. Tres goles y una asistencia. Un hat-trick en los octavos de final. Un novato, el chico que había cometido el penal en el partido anterior, se había convertido en el héroe nacional.
La Inevitabilidad de la Cima
Al salir del campo, el seleccionador me abrazó. "Eso, Thiago, eso es jugar sin miedo. Eso es honrar la memoria. Ahora eres un gigante."
En el vestuario, el ambiente era de asombro. Valdés me miró y sonrió. "Chico, te dije que te pondría el balón al pie. Pero tú me lo pusiste en la red. Si el Real Madrid no te ficha después de esto, es que están ciegos."
Mi agente logró contactarme, su voz al borde del colapso. "Thiago, el Real Madrid no envió una carta de intenciones. Enviaron una declaración de guerra. Quieren cerrar la transferencia mañana. El Halcón Alves está fuera de la jugada; te quieren a ti. La oferta es obscena."
Sentado en el vestuario, con el balón del partido en mis manos, no sentí la tentación del dinero, sino la profunda satisfacción de la redención. Había honrado a mi padre con el mejor partido de mi vida.
La deuda con el pasado estaba pagada. Ahora, el futuro era inevitable. Colombia estaba en cuartos de final, y yo estaba listo para reclamar mi lugar en la cima del fútbol mundial, el lugar que mi padre siempre había sabido que me pertenecía.