Vivimos en un pequeño pueblo, que a duras penas aparece en el mapa; ¡Ah!, pero que adorable pueblo.
Está asentado sobre los meandros del río Limón, tiene un paisaje pintoresco y encantador; o al menos así me parece a mí.
Sus calles y casas discurren entre elevaciones de tierra y pequeños cerros rojizos y los playones a orillas del Río.
Considero yo, que tenemos unas vistas de primera, por un lado, se puede contemplar la sabana y la línea costera, y por otra las montañas; allá en el oeste. Sí, somos afortunados de vivir en este pueblo.
Aunque Diego, no lo ame tanto. Se mudó de la ciudad a los 10 años, cuando su papá consiguió trabajo en la empresa Carbonera; aún piensa en el “barrio de sus andanzas”; como dice la gaita.
Volviendo al punto de nuestro pueblo...
Tiene esta tierra rojiza, que se pega a todo y unas lagunas, que cuando llueve suficiente en la temporada de invierno, conservan agua todo el año.
Diego ama esas lagunas, sobre todo la que está al “fondo" de mi casa.
Hablando de mi casa, es un terreno amplio, que la mitad es plano y la otra mitad un bajío, que mi papá se ha empeñado en convertir en bosque; templo para la Flora y fauna.
Amo a mi papá por eso.
Lo cierto de nuestro pueblo, es que no hay muchas actividades recreativas, fuera de las que uno mismo se inventa, sea en el Liceo o en su propia casa. Como por ejemplo, los Bingos bailables.
En una de esas, fue como conocimos a Diego.
Estábamos en un Bingo de beneficencia a un fulano que ya ni me recierdo su nombre; sólo sé, que el premio mayor eran dos ovejos.
Bueno, por cosas de la vida, mi mamá agarró las tablas de Bingo y luego me mandó a jugarlas con Carlos, que apenas llegamos al lugar se dio a la fuga; sabrá Dios a donde, la verdad, que no me cuidaba tan bien como mi mamá supone.
¡Ah, mierda!, ya divagué.