Una Amante para mi esposo

33.

Capítulo 33: Entre Kilómetros y Corazones

El aire dentro del coche estaba tan denso que Aysel podía cortarlo con un cuchillo. Ethan conducía con una mano en el volante y la otra apoyada en su muslo, la mirada fija en la carretera, las gafas de sol ocultando sus ojos, pero no la tensión que le marcaba la mandíbula.

Ella, por su parte, había intentado dormir, escuchar música, mirar por la ventana como si el paisaje tuviera todas las respuestas que no sabía cómo formular. Pero no. Estaban ahí, los dos. Juntos. Con la promesa de “darse una oportunidad” flotando en el aire como un secreto a medio contar.

—¿Tienes hambre? —preguntó Ethan de pronto, rompiendo horas de silencio incómodo.

—Un poco. ¿Tú?

—Sí, pero más que nada… me estoy quedando sin excusas para no hablar contigo —dijo sin mirarla, y Aysel soltó una risa nerviosa.

—Eso fue bastante honesto para ser tú.

—Estoy practicando —respondió con una sonrisa ladeada que por poco no la hizo derretirse en el asiento.

Pararon en una gasolinera de carretera. Ethan bajó a comprar algo, y cuando volvió, le ofreció una bolsa con su snack favorito y una botella de té frío. Ella lo miró sorprendida.

—¿Cómo sabías?

—Te observaba más de lo que tú creías.

El silencio volvió, pero esta vez, era distinto. Cargado de significado.

De regreso al coche, tras otros cuarenta minutos de carretera, Aysel encendió la radio. La canción era suave, con una voz rasgada cantando sobre quedarse en lugares que ya no existen. Ethan bajó un poco el volumen y habló.

—Sigo sin saber cómo se hace esto.

—¿Esto?

—Ser honesto contigo sin que suene como si te estuviera provocando o desafiando.

Ella lo miró, y por primera vez en días, dejó que su corazón hablara sin filtros.

—A mí me pasa lo mismo. Siento que si bajo la guardia, vas a usarlo en mi contra. Como antes. Como cuando me gustabas y fingía que te odiaba.

—¿Y si ya no fingimos nada?

Aysel tragó saliva. La carretera parecía extenderse por siempre frente a ellos. Tan incierta como lo que tenían.

—Entonces… ¿qué dirías si te pido que me cuentes algo real? Algo que nunca le dijiste a nadie.

Ethan la miró de reojo. Pensó un momento. Luego, habló:

—Cuando tenía diez años, construí una cabaña de mantas en el jardín trasero. Usé sábanas viejas, sogas y hasta sillas de la cocina. Mi mamá me ayudó a hacerle una entrada con una cortina, como si fuera una tienda de campaña.

Aysel sonrió, ya imaginándoselo de niño, con los ojos brillantes y las ideas disparadas.

—¿Y qué hacías ahí dentro?

—Leía. O inventaba historias. Me imaginaba que era un espía, o un mago, o que tenía un barco escondido en el bosque y que podía huir si algo salía mal. —Se quedó en silencio un momento, como si aún pudiera ver aquella cabaña frente a él—. Fue el único lugar donde me sentí completamente seguro.

Ella bajó un poco la ventanilla y dejó que entrara el viento fresco. El coche seguía avanzando, pero algo se había detenido dentro de ella: esa inquietud de no saber en qué parte de Ethan confiar. Porque ahí estaba. Una versión de él sin cinismo. Sin juegos.

—Me habría encantado jugar contigo en esa cabaña —murmuró Aysel.

—Tú habrías mandado en todo, seguro. Me habrías robado el barco y dejado atrás.

—Obvio —sonrió ella—. Pero habría vuelto por ti.

Ethan giró lentamente el rostro hacia ella. La miró como si le estuviera hablando a esa versión de sí mismo, de diez años, buscando refugio entre sábanas y cuentos.

—¿Qué hacías tú cuando eras niña? —preguntó Ethan, rompiendo el silencio cómodo que se había formado entre ellos.

—¿En qué sentido?

—No sé… ¿Tenías alguna cabaña mágica también?

Aysel soltó una risa suave.

—No. Pero tenía una libreta donde escribía el nombre de todos los chicos de la escuela y les ponía puntuación.

Ethan la miró con una ceja alzada.

—¿Puntuación?

—Ajá. De uno a diez. Por ejemplo, si tenían buena letra, sumaban un punto. Si se metían el dedo en la nariz, perdían dos. Si me miraban en clase, ganaban tres. Era un sistema muy serio.

—¿Y yo cuánto habría sacado?

—Contigo habría tenido que inventar otra escala.

—¿Tan malo?

—Tan… complicado —respondió ella, divertida.

Ethan rió entre dientes, luego apretó un poco más el volante y dijo:

—¿Jugamos a algo? Son seis horas de carretera. Si no, me voy a volver loco.

—¿Tipo qué?

—Cosas como “¿qué prefieres?” o “verdad o reto”, pero sin retos porque vamos en el auto.

—¿Y si te pido que te bajes a bailar en medio de la autopista?

—Dependerá de la canción.

Ambos rieron. Ethan subió un poco el volumen de la radio, donde sonaba una canción retro que los dos reconocieron sin decir palabra.

—Ok, empiezo —dijo Aysel, girando un poco en su asiento para mirarlo mejor—. ¿Qué prefieres: tener la capacidad de leer la mente de todos, o que nadie pueda mentirte nunca?

Ethan pensó un segundo.

—Que nadie me mienta. Leer la mente me volvería loco. Me conozco, me obsesionaría. ¿Y tú?

—Leer la mente. Así sabría cuándo alguien quiere quedarse, pero no puede decirlo.

La frase flotó entre ellos. Ethan la sintió clavarse en el estómago.

—Tu turno —dijo ella, como si no se diera cuenta del impacto que había causado.

Él respiró hondo.

—¿Cuál fue tu primer beso?

Aysel parpadeó.

—¿Eso es un “qué prefieres”?

—No. Me tomé una libertad. Quiero conocer a la niña que anotaba puntos en su libreta.

Ella se sonrojó, algo que rara vez pasaba.

—Fue en un festival del colegio. Había una ruleta con retos, y me tocó besar a alguien. Él olía a queso derretido. Fue un trauma.

Ethan soltó una carcajada.

—¡Pobre niño!

—Pobre yo. Desde entonces, huelo todo antes de besarlo.

—¿Y yo a qué huelo?

—A arrogancia. Y un poco a madera. Me gusta —admitió, bajito.




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