Una Amante para mi esposo

37.

Capitulo 37: La caza.

Wolfe sintió el calor del disparo antes de oírlo. El impacto lo lanzó contra la pared de concreto, y todo el aire escapó de sus pulmones como una plegaria rota. Se llevó la mano al costado, la sangre brotaba entre sus dedos.

El supuesto guardia —el matón de Demer— se acercó despacio, desenfundando de nuevo.

Pero Wolfe no iba a caer sin luchar.

Con un gruñido de dolor, se lanzó sobre él, chocando ambos contra la pared. La pelea fue torpe, brutal, más fuerza que técnica. Wolfe logró arrancarle el arma, pero el otro lo golpeó con el codo en la mandíbula y escapó corriendo por el pasillo, desapareciendo entre los gritos de los custodios que corrían a ver qué pasaba.

Wolfe cayó de rodillas. La vista le bailaba. Todo se volvía rojo y negro. Lo último que vio antes de desmayarse fue el charco de sangre que crecía bajo su cuerpo.

El pitido constante del monitor cardíaco fue lo primero que Wolfe escuchó. Le siguió el olor a desinfectante, la luz blanca en el techo, y luego... la voz.

—Vaya, por fin despiertas.

Wolfe giró lentamente la cabeza. Juliette estaba sentada a su lado, el rostro cansado, pero con esa mirada que nunca supo ignorar.

—¿Qué diablos haces aquí? —murmuró, con la voz rasposa.

—Cuidarte. ¿Cómo iba a dejarte solo?

Wolfe apretó la mandíbula y desvió la vista.

—No quiero que te expongas. El blanco soy yo. Y si estás conmigo, entonces tú también lo eres. Vuelve a casa, Juliette. Con Maddie.

Ella negó con la cabeza, firme.

—No puedo dejarte. Te dije que no te dejaría ir antes. También te dije que tuvieras cuidado. Mírate cómo acabaste… Es obvio que no lo tuviste.

Nicholas Wolfe sonrió con una mueca amarga.

—Eres imposible.

—Además —añadió Juliette, sacando algo de su cartera—, yo sí sé disparar.

Le mostró una pequeña pistola plateada.

—¿De dónde sacaste eso?

—La obtuve por precaución —respondió, encogiéndose de hombros.

—Muy bien. Dámela… y vete.

Wolfe intentó incorporarse, pero el dolor lo atravesó como un rayo. Aun así, comenzó a arrancarse las vías con los dedos temblorosos.

—¿Qué haces? ¿Estás loco? ¡Acabas de salir de una operación! —dijo Juliette, poniéndose de pie.

—No puedo quedarme aquí. Si lo hago, soy hombre muerto.

Desde el pasillo, se escuchó una voz grave hablando con algunos doctores.

—¿Está consciente ya? Necesito hablar con él.

Juliette se tensó.

—¿Está aquí…? —susurró.

Wolfe asintió con el rostro pálido.

—Te lo dije… Demer siempre logra su cometido.

—Ayúdame —agregó, extendiendo la mano hacia ella—. Tenemos que salir de aquí.

En la puerta, una enfermera discutía con el recién llegado.

—No puede entrar aún. Ya hay una visita dentro.

—¿Quién?

—No puedo darle esa información, señor.

—Esperaré aquí afuera —respondió la voz helada de Demer.

—Por favor, tiene que ir a la sala de espera —insistió la enfermera.

Hubo un silencio tenso, luego pasos alejándose.

Juliette se giró hacia Wolfe, decidida.

—Vamos.

El plan fue improvisado, torpe, casi suicida. Wolfe se puso un abrigo de un paciente cualquiera y caminó con la cabeza agachada, apoyado en Juliette. Ella sostenía una carpeta de registros médicos, fingiendo ser una doctora. Su corazón latía con fuerza, pero su rostro era puro hielo.

Pasaron junto a la recepción, giraron por el corredor auxiliar y salieron por la puerta trasera de urgencias, justo cuando el guardia encendía un cigarro sin prestarles atención.

Ya en el auto, Juliette subió con rapidez, ayudó a Wolfe a tumbarse en el asiento trasero.

—Aguanta —le dijo, arrancando el motor—. Te sacaré de aquí.

El hospital quedó atrás. Luces rojas, sirenas, una ciudad que nunca duerme. Y en medio del caos, una verdad ineludible: la caza había comenzado de nuevo.

(...)

Aysel cerró la maleta con un golpe seco, su expresión decidida mientras revisaba por última vez el contenido. Ethan, a unos pasos de ella, sostenía el teléfono, nervioso, su ceño fruncido desde que terminó la llamada con Juliette.

—Tenemos que hablar con la policía antes de irnos —dijo Aysel, girándose hacia él—. Tienen que escuchar la confesión de mi madre. Si no la detienen ahora, Demer la matará antes de que pueda testificar.

Ethan asintió, tragando saliva.

—Tienes razón… Ya mató a Anton Levitsky. Hará lo mismo con tu madre.

Aysel lo miró, en shock.

—¿Ha matado a Anton Levitsky?

—Sí… —dijo Ethan con pesar—. Juliette me llamó. Dijo que Wolfe fue a investigar a la cárcel, y ahí lo atacaron. Está herido, pero vivo.

Aysel tomó su teléfono con rapidez.

—Llámalo. Dile a Wolfe que no se la ponga tan fácil a Demer. Si ya sabe que va para allá, entonces él es el siguiente en la lista.

Ethan hizo un gesto afirmativo, pero antes de marcar, se detuvo.

—¿Y tú qué harás?

—Voy a entregar a mi madre a la policía.

—Espera —dijo él—. Yo voy contigo.

Aysel negó con la cabeza, firme.

—No. Déjame hacerlo sola, por favor.

Ethan la miró, frustrado.

—Te llevaré, Aysel. No hay discusión en eso.

—Ethan, por favor…

—Te dije que no. Eres mi esposa. Y llevas a mi hijo. No pienso quedarme mirando cómo tu madre —la misma mujer que te envió serpientes de coral para matarte— se queda a solas contigo.

Aysel suspiró con resignación, lanzándole una mirada de medio reproche, medio ternura.

—Dios… te vas a volver insoportable. Ya lo veo venir.

Ethan le dedicó una sonrisa leve, pero en sus ojos, la preocupación seguía encendida.

(...)

Comisaría central – Sala de interrogatorios

Las luces frías del cuarto caían directamente sobre Celeste Arman Tabrizi. Estaba sentada con las manos esposadas, frente a dos oficiales que grababan cada palabra. A su derecha, Aysel observaba en silencio, con Ethan de pie a su lado. Su rostro no mostraba sorpresa, pero sí una tensión contenida. Había esperado este momento durante años.




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