JOAN.
Rose está cantando en la ducha. Lleva más de media hora ahí dentro, y estoy seguro de que todo el pueblo puede oír su concierto. Llevamos una semana en Grash Village, hemos vuelto para la boda de mi hermana. Este es nuestro segundo viaje como un matrimonio, y estar justo aquí, en el sitio donde me enamoré de ella, solo logra aumentar mis sentimientos.
Pareciera que fue ayer la tarde en que la conocí.
Sentí que el mundo había encontrado su curso y yo comenzaba a volverme loco. Temblé de miedo la primera vez que besé su mejilla, creía que descubriría que algo raro estaba ocurriendo conmigo. Y lo supe, lo supe desde que la vi llegar con un libro bajo el brazo, su mirada inquieta y sus mejillas coloradas por la carrera que había tenido que hacer para llegar a tiempo al cine. Recuerdo que protesté cientos de veces por tener que acompañar a Jess a ver una película con sus amigas. Le dije a mi padre que no quería ser el niñero de ninguna. Pero después de verla a ella no quería estar en más ningún sitio que no fuera allí, en aquel cine mal oliente y sucio de un pueblo desolado.
Llevaba un vestido lila de mangas cortas y su pelo azabache caía resplandeciente sobre sus hombros. Me inventé miles de excusas para sentarme a su lado, y así escucharla comentar cualquier cosa que sucedía en el filme. Sus amigas le suplicaron que dejara de hablar por lo menos por media hora, lo que provocó que ella ya no viera la película con la misma emoción de antes. Quería decirle que a mí no me molestaba, que escuchar su voz era algo muy agradable, pero tenía pánico de asustarla. Después de todo yo era 4 años mayor que ella, y nos acabábamos de conocer. Entre el silencio, el olor a palomitas y lo aburrida que se había vuelto la película, Rose terminó dormida en su asiento apoyando su cabeza muy cerca de mi hombro. “Nunca he tenido el corazón tan rojo” esa frase cobró sentido en mi cabeza cuando su piel y la mía hicieron contacto. Supe lo que era perder el aliento.
En el camino de vuelta a casa le pregunté el nombre del libro que cargaba con tanto cuidado, y me respondió que ese sería su diario, que había pedido que lo encuadernaran para que pareciera un libro en toda regla, que en él guardaría las mejores aventuras de su adolescencia. Lo único qué pasó por mi cabeza en ese instante fue lo mucho que deseaba que ese día mi nombre fuera escrito entre sus páginas. La quise desde esa tarde. La que hoy en día aún es de las mejores de mi vida.
—Skimbleshanks the Railway Cat, the Cat of the Railway Train... —Rose entra en la habitación cantando una canción de algún musical de Broadway que no logro recordar. Es impresionante lo obsesionada que está con esos espectáculos y lo rápido que se olvida de que todos pueden escucharla. No existe el nivel medio en su tono de voz. Tiene una toalla enredada en el cabello y viste su bata de dormir.
—Por favor, dime que ese no será tu atuendo para la despedida de soltera de mi hermana. —Aparto la vista de la ventana, y me cruzo de brazos antes de regalarle una sonrisa. Conociendo a Rose, no me sorprendería que se presentara así.
—No. Pero podría serlo. Ella pidió que nos disfrazáramos. Esto cuenta como disfraz. —Se da una mirada rápida en el espejo del armario y se acerca a mí con soltura. —Aunque creo que me gusta más el que elegí.
—¿El de gitana? —apoya sus manos en mi pecho antes de asentir con la cabeza. —¿Por lo de tu libro? —Busca mis ojos con descaro y reclama ese beso que aún no nos hemos dado en toda la tarde. Con las preparaciones para la fiesta, Rose ha estado muy ocupada.
—Sí. No me puedo creer que se haya convertido en Best Seller en los Estados Unidos también. —¿Orgulloso? Esa palabra se queda corta en comparación a lo que siento. Poder gritar a los cuatro vientos que mi esposa es una gran escritora es algo que me llena profundamente. Siempre supe que ella lo lograría.
—Pues, créetelo. —le susurro, y acaricio su mejilla con delicadeza. ¿Es normal que aún sienta esta chispa alocada? Esa desesperada necesidad de contemplar su piel. Pierdo el tiempo contando sus lunares, porque me parece que crean la más linda de las figuras en su cuerpo.
«New York vive en ti» le dije ayer en la noche cuando me confesó que extrañaba la ciudad. Manhattan es tan llamativa como el color de sus ojos; su perfume me recuerda a una florería que se encuentra en el centro de Brooklyn, su contradictoria forma de pensar sobre sí misma, es igual que la opinión que tienen muchos de la Gran Manzana, y la intensidad de su sonrisa es tan reluciente como el paisaje que vimos juntos desde el Empire State. ¿Soy un tonto o simplemente estoy enamorado? Beso sus labios como si fuera la primera vez o quizá la última mientras desato el lazo que mantiene su prenda de vestir intacta.
—Joan... me tengo que cambiar. —me recuerda a regañadientes, y yo ahogo un suspiro desesperado. —No podemos hacer esto ahora, tengo muchas cosas que organizar aún para la fiesta de tu hermana y tú también deberías irte preparando para la despedida de soltero de Arthur.
—Recuérdame otra vez porqué tenemos que ir a esas fiestas. —Entrelazo mis manos en sus caderas, la acerco más a mi cuerpo recibiendo su calor y notando su respiración agitada.
—No me acuerdo muy bien quién lo dijo, pero no podemos faltar.
—Espero no terminen como en tu fiesta atrasada de despedida de soltera. —Hace cinco días las chicas prepararon una fiesta para Rose, con retraso lógicamente, porque ya llevamos siete meses de casados. Lejos de pensar que los stripers eran lo que más me preocupaba, no me imaginé que recibiría una llamada de la policía londinense comunicándome que mi esposa había sido arrestada por bañarse junto a sus amigas y sus hermanas en una fuente que era monumento público. Ver a Jess llorar entre las rejas al pensar de que su boda se tendría que cancelar es algo que nunca creí presenciar en mi vida. Al final me tocó recogerlas a todas, y pagar una multa por cada una.