Una brasa en las cenizas (un cuento oscuro #0.10)

2

Ross se sacó un trocito de galleta de miel casera del bolsillo de su pantalón y se lo comió mientras contemplaba cómo Amara se movía entre las mesas del bar.

Definitivamente, la joven no podía negar su naturaleza de cazadora. La manera en la que se deslizaba entre una mesa y otra, con movimientos felinos, elásticos. Su mirada de color aguamar se desplazaba a lo largo de toda la sala, comprobando que todo el mundo estuviera atendido, un brillo atento destellando en sus ojos, acerado. Sus músculos siempre estaban tensos, preparados para saltar, para moverse y pasar a la acción.

Amara se movía con más gracia  de lo que ella sospechaba. Puede que le faltase la fluidez y la elegancia de sus antepasadas, entrenadas desde el momento en el que empezaban a dar sus primeros pasos, pero su linaje estaba allí. La sangre de las sealgair estaba allí. La única que quedaba en todo el mundo que Ross conocía.

Sealgair.

Esa palabra todavía le producía un escalofrío a Ross. Los recuerdos afloraban cada vez que miraba a Amara. Cuando cerraba los ojos todavía podía oler el serbal ardiendo y la carne quemada. Aun podía oír los gritos de piedad.

Muertas. Todas deberían estar muertas desde hacía siglos. Él mismo había participado en la carnicería que las había extinguido. Hasta ahora. Hasta hacía cuatro años, cuando había descubierto a una joven de cabello enredado y una galleta en la mano intentando dar de comer a una ardilla que en realidad era un feérico. Sin saber que era una cazadora legendaria, una asesina.

Una cazadora de feéricos. Una asesina de seres como él, y más poderosos que él.

Todo el linaje y la historia de las sealgair reducido a aquel cuerpo de baja estatura y cabello rebelde de color trigo recogido en una coleta, vestida con un pantalón negro y una camisa vaquera, en lugar del traje de batalla de color negro y con la apariencia de estar hecho de escamas superpuestas.

Ross no puedo evitar dejar escapar una risa en forma de bufido mientras la miraba lanzarle una mirada asesina al tipo que le había dicho que le dedicase una sonrisa. Asqueroso. De buena gana le mordería no una, sino las dos orejas, si ella le dejaba. Pero Amara no quería problemas. No le gustaban. Ya tenía bastante con lo que lidiar siendo una sealgair que vivía oculta entre aquellos que un día habían jurado derramar la sangre de todas y cada una de las cazadoras que quedasen vivas en aquellas tierras.

Cualquiera de sus congéneres se habría lanzado a luchar con un ser como Ross. Amara, cuando lo había visto, había reculado. Pero Ross había visto cómo sus pupilas se dilataban y cómo sus dedos se movían, como si estuvieran buscando algo con lo que defenderse. Su cuerpo le había pedido luchar. Era un instinto primordial de las sealgair. Ellas nunca huían de los feéricos. Iban a por ellos y los cazaban con gusto.

Amara, en cambio, era una criatura esquiva que hacia todo lo posible por no ser detectada. Echarse colonia con un fuerte olor, lavar su ropa más a menudo de lo habitual, dejar que Ross se pasease por su armario para que su ropa quedase impregnada con su aroma, cubrirse la marca en forma de pluma con maquillaje…

Pero los tiempos estaban cambiando. Ross no le había dicho nada a Amara, pero… había habladurías entre los feéricos. Habladurías sobre la montaña.

La montaña está cambiando.

Las montañas también cambian, pensaba el pixie. Incluso esas moles de piedra y tierra que parecen tan eternas e imperturbables cambian, aunque nosotros no podamos vivir para verlo.

Pero Ross sabía que sus congéneres no se referían a la apariencia de Beinn Nibheis. La magia que contenía aquel lugar era lo que estaba cambiando.

Ross no terminaba de creérselo. No quería creérselo. No quería albergar esperanzas en vano.

La magia tampoco era eterna e inalterable. La magia cambiaba como un ser vivo. Crecía, fuerte y vigorosa, joven. Y también envejecía.



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En el texto hay: romance, faery

Editado: 27.12.2022

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