Ross observó a Amara alejarse en la distancia y desaparecer de su vista. Soltó un suspiro y comenzó a elevarse al cielo de Dúnedin. No quería admitirlo, y puede que jamás lo hiciese, por lo menos no en voz alta, pero aquella chica había comenzado a… importarle. Por los dioses, que palabra tan horrible para que él, un feérico, se refiriese a una sealgair. Una mujer descendiente de aquellas que le habían negado el derecho a volver a casa, a su mundo. Pero ahí estaba la clave.
Amara era una descendiente, la única que quedaba después de más de dos siglos. Por lo que le había contado, Amara había heredado su linaje de cazadora por parte de su padre. Este era un fiosaiche, hijo de una sealgair que había vivido una vida plácida muy alejada del lugar donde sus antepasadas habían exhalado sus últimos alientos. La abuela de Amara había tenido una marca de nacimiento en forma de pluma en la cara interna de la muñeca. La anciana había muerto de cáncer el año antes de que Amara se viniera a vivir a Dúnedin. Su padre era hijo único y por lo que Amara le había contado, el hombre se había hecho algún tipo de operación que Ross no entendía para no tener más hijos, y Amara no tenía hermanos o hermanas de ningún tipo.
Bien, pensaba Ross, eso estaba bien.
No hacían falta más cazadoras de las que derramar sangre. Después de lo que había ocurrido cuando los feéricos descubrieron lo que habían hecho las sealgair, Ross había tenido sangre suficiente por siglos. Algo curioso viniendo de un feérico. Los feéricos nunca tenían suficiente de nada.
Ross voló sobre las calles de Dúnedin con una velocidad vertiginosa. Pasó por encima de coches y de parques, de personas haciendo compras para Navidad o disfrutando de las luces, y también de aquellos que acaban de salir de trabajar y se dirigían a sus casas agotados, que eran los mayoritarios.
Ross no pudo evitar sentir una punzada en el pecho al ver a todas aquellas familias disfrutando de tiempo juntos, preparando una festividad tan importante para los humanos como la Navidad. Para esa fecha todavía quedaban ocho días. Para Yule, el equivalente feérico, cinco.
Habían pasado tantos años desde la última vez que lo había celebrado con su familia. Su madre, su hermana, su abuela, sus tíos… ¿Qué habría sido de ellos en todos esos siglos? ¿Estarían bien?
¿Se acordarían de él?
Eso era lo que más asustaba a Ross. El olvido. Que sus seres queridos se olvidasen de él, que ni siquiera mirasen el hueco vacío que había en la mesa, el lugar que él habría ocupado en la casita de su abuela, en el valle de tilos donde se había criado. El tiempo había pasado, pero todavía podía recordar el olor de los árboles en flor, la manera en la que la luz rojiza del atardecer se reflejaba en el pequeño lago donde se había bañado tantas veces de pequeño.
El pixie trató de serenar sus emociones cuando vio que se acercaba al pequeño parque en el que se había encontrado con Amara por primera vez. El pub del que la joven había salido para fumar un cigarrillo ya estaba abierto y bullicioso. El edificio en el que se encontraba, destartalado por el paso del tiempo, seguía teniendo el mismo aspecto de elegante decadencia de la última vez que había estado allí.
Ross se coló en el edificio por una ventana rota. El olor a humedad lo golpeó antes incluso de traspasar el cristal. El polvo y las paredes llenas de moho le dieron la bienvenida, así como los ronquidos de uno de sus antiguos compañeros de casa.
Voló silenciosamente hasta llegar a una habitación cuya puerta había sido arrancada de sus goznes, con un gurruño de mantas en una de las esquinas y un montón de objetos desperdigados por todas partes. El pixie resopló una carcajada mientras se acercaba al bulto cubierto de mantas raídas. Los ronquidos fueron haciéndose más sonoros a medida que se acercaba.
¿Cómo había podido vivir en ese lugar durante décadas antes de conocer a Amara? La chica era desordenada, sí, pero su habitación por lo menos tenía un olor más agradable y no roncaba; respiraba tan quedamente que Ross a veces dudaba si lo hacía. Además, la sealgair le había hecho una cama. Una cama de verdad, con un trozo de tela de tartán que olía de maravilla, a lavanda natural, con un cojín hecho de algodón que se molestaba en cambiar cada cierto tiempo, igual que la tela.
Ross se acercó a un vaso de chupito lleno de agua de dudosa potabilidad y lo arrojó sobre el bulto de mantas. Un grito agudo de sorpresa le laceró los oídos.
Ross miró cómo las mantas se revolvían hasta que por fin asomaba una cabeza despeinada y un par de alas azul turquesa idénticas a las suyas.
─Kell ─saludó con una sonrisa de suficiencia.
─Ross, desgraciado hijo de una boggle ─gruñó el pixie deshaciéndose de las mantas que lo tapaban y apartándose el pelo mojado de la cara─. Te marchas cuando te da la gana, apareces cuando quieres, y aun encima tienes que hacerlo tocando las pelotas.
─Es mi estilo, ya lo sabes ─sonrió Ross.
─ ¿Qué estás haciendo aquí? ─preguntó Kell sentándose encima del montón de mantas.
─ ¿No puedo venir a hacerle una visita a un amigo? ─preguntó el pixie de alas verdosas sentándose al lado del vaso de chupito ahora vacío─ Además, ¿qué estás haciendo aquí a estas horas? Ya es de noche.
─Tú y yo no somos amigos, Ross, vamos a empezar por ahí. Y, ¿a ti que te importa a qué hora me levanto por las noches? ¿Tiene que ver con la razón por la que estás aquí? ─replicó Kell arreglándose el pelo en una trenza que caía por su espalda hasta las caderas.