Amara corría por la calle sorteando viandantes que sujetaban bolsas de regalo de colores, bolsas de la compra ordinarias, maletines y mochilas. No demasiado rápido, para que no pareciera que estaba loca o huyendo de algo, a pesar de que había visto a una cuadrilla de puccas peleándose dos calles más atrás y puede (solo puede) que le hubiera entrado un poco el pánico porque alguno de ellos la oliera. En el fondo sabía que eso era difícil; con tantas personas en la calle, Amara podía pasar casi desapercibida. Casi. Su olor, el olor de una sealgair, era como el olor de una herida abierta para un depredador hambriento. Y aunque su nombre fuera en el de cazadora, allí la presa era ella y los depredadores los feéricos.
Cuando giró la última esquina y se topó a Cameron esperando a las puertas del supermercado en el que habían quedado, se detuvo. Se tomó un momento para admirarlo desde la distancia, mientras él estaba distraído mirando algo en el móvil.
La luz de la pantalla iluminaba sus atractivos rasgos y hacía palidecer su piel oscura. Su cabello negro y ondulado caía sobre su frente con cierta elegancia descuidada. Llevaba un abrigo largo de color marrón que casaba a la perfección con su tono de piel, un jersey de cuello vuelto de color crema y un pantalón negro que alargaba sus piernas y lo hacía parecer más alto de lo que ya era.
Cameron era primo de Gwen, una de las primeras amigas que Amara y Mónica habían hecho en Dúnedin. Por casualidad, Cameron también era amigo de Rodrigo, el novio de Mónica. Le gustaba la música y la creatividad. Cosas que apasionaban a Amara. La música, las letras… el destino casi parecía haberlo puesto en su camino, aunque Amara no creía demasiado en esas cosas. Incluso después de haber llegado al lugar en el que había deseado vivir desde que era pequeña y resultó ser la misma tierra en la que sus antepasadas, cazadoras de feéricos, habían protegido a los humanos de estos.
Cuando Amara terminó de admirar al chico que por alguna razón estaba interesado en ella, se acercó con pasos lentos, casuales, como si no te importase demasiado llegar tarde.
Cameron no tardó en levantar la mirada en su dirección. Una sonrisa iluminó su rostro con más intensidad que la luz de cualquier pantalla.
─Te olvidaste ─dijo sin ningún rastro de reproche en su tono de voz, solo diversión.
─Sí ─contestó Amara con un suspiro, sin molestarse en mentir o disimular─. Y lo siento muchísimo.
Cameron guardó el móvil en el bolsillo del abrigo.
─No tienes que disculparte. Lo entiendo. En estas fechas yo tampoco estoy muy seguro de en qué día vivo. ¿Vamos a comprar la cena?
Amara asintió con la cabeza y entraron juntos en el supermercado. Cameron cogió un cesto y Amara otro.
─ ¿Qué te apetece? ─preguntó el chico antes de empezar a recorrer los pasillos.
─La pregunta es, ¿cómo son sus aptitudes culinarias?
Cameron la miró con una ceja enarcada y una sonrisa pícara curvando las comisuras de sus labios.
─ ¿Por qué supones que voy a cocinar yo?
Amara le devolvió la mirada con una ceja levantada a su vez.
─Porque tú me has invitado a mí a tu casa.
─ ¿No vas a echarme una mano?
─A lo que pienso echarle una mano es a una botella de vino muy, muy caro. Lo pago yo ─se apresuró a decir─, porque quiero, porque puedo, y porque ha sido idea mía, y ni se te ocurra discutirme.
Cameron levantó ambas manos en alto.
─No, no se me ocurriría.
Amara dejó escapar una risa floja. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que se encontraban en la sección de chuches, con un montón de bolsitas de gominolas de colores a su alrededor, calendarios de adviento de los cuales habían robado ya alguna que otra chocolatina, y galletas de todo tipo. No era el lugar más apropiado para buscar una cena de Navidad, aunque fuera improvisada e informal.
Cameron pareció darse cuenta, porque siguió avanzando, con Amara detrás de él, y cuando llegaron a uno de los pasillos principales, se giró para preguntarle:
─Venga, ¿qué te apetece?
Amara se encogió de hombros.
─Podemos echar un vistazo a ver que se nos ocurre.
Comenzaron a andar en silencio por los pasillos. La mente de Amara se encontraba dentro del supermercado, pero no centrada en la cena que tenían que comprar. La nariz le picaba y los dedos le escocían. Un ligero sabor a tierra mojada y a metal se extendía por su boca. No estaba segura si se debía al grupo de puccas que había visto antes llegar allí o de verdad había un feérico en el supermercado, lo más probable era que en la sección donde se encontraba la miel. Una sección que Amara pretendía evitar a toda costa.
Los feéricos adoraban el dulce, eso era algo que había aprendido de Ross de más de una forma. El pixie era como una especie de vampiro melifluo. Lo había visto meter las manos en un tarro de miel y llevárselas a la boca sin ningún reparo, con una cara de placer que había hecho que las mejillas de Amara se sonrojasen. Luego estaban las malditas galletas de miel que a Mónica tanto le gustaban y que obsesionaban al pixie. Amara estaba deseando que les encontrasen algún producto cancerígeno o algo por el estilo y las retirasen para siempre del supermercado.