Una brasa en las cenizas (un cuento oscuro #0.10)

8

La sangre goteaba de las manos de Ross hasta el suelo con un sonido apagado. El cielo comenzaba a teñirse de violeta oscuro. Kell hacía rato que había vuelto al piso abandonado en el que vivía, dejando a Ross solo en medio de la calle, sentado en la acerca, con los pies apoyados en el asfalto de la carretera cubierto de nieve sucia y medio derretida.

A Ross no le preocupaba que un coche pudiera pasar y pisarse los pies. Era demasiado temprano y se encontraba en una calle poco transitada. Una calle situada a dos giros de donde yacían los cuerpos de dos jóvenes de la edad de Amara tendidos en el suelo. Muertos. Con los rostros destrozados. Sus cuerpos magullados. A uno de ellos le faltaban los ojos de sus cuencas. Por eso Ross tenía las manos manchadas de sangre.

El pixie no les había puesto una mano encima. Ni él ni Kell. Simplemente se habían limitado a susurrarles al oído mientras estaban bajo la influencia de unas gotas de vino feérico especialmente cargado.

Simplemente se habían limitado a envenenarles la sangre y la mente para que se dieran una paliza mortal.

Ross soltó un suspiro pesado y se miró las manos. Se las había manchado de sangre poco después de que Kell se fuera, cerrándoles los ojos a los dos chicos. Por lo que sabía, esa era una tradición muy extendida entre los humanos, como una especie de señal de respeto o algo parecido. Los feéricos no tenían nada similar entre los suyos.

La sangre comenzaba a secarse, tibia en sus manos. No pensaba limpiársela. No pensaba sacársela de encima hasta que tuviera las fuerzas suficientes para levantar el vuelo y dirigirse a casa de Amara y Mónica. Puede que eso ocurriera cuando la policía acudiera hasta la escena del crimen, con sus luces azules y rojas iluminando las calles igual que las luces de Navidad que decoraban los escaparates y las casas.

 Menudo contraste, pensó el pixie lejanamente.

Sus ojos verdes se alzaron hacia el cielo de color violeta. Por un momento le pareció que las nubes formaban la silueta de una montaña.

La montaña. La maldita montaña sagrada que tantos quebraderos de cabeza les había dado a los feéricos.

Ross no tenía ni idea de que pasaba con ella, y no estaba seguro de si quería saberlo. Si la brecha volvía a abrirse, si los mundos volvían a conectarse.

Amara. Esa fue la primera palabra que vino a su cabeza ante ese pensamiento.

¿Qué sería de Amara?

Su pequeña sealgair….

Qué curioso. Hace no muchos años le habría embargado una alegría desbordante ante la idea de volver a ver a su familia y a sus amigos. Volver a ver el valle de tilos en el que se había criado, en el que tantos buenos momentos había pasado. Las trastadas como las que había hecho esa noche no serían nada comparado con lo que harían para celebrar los reencuentros.

Pero ahora no podía evitar preocuparse por Amara. Lo había hecho desde el primer momento en el que lo había visto, perdida y confundida ante lo que estaba viendo, aunque con sus instintos de cazadora a flor de piel.

Amara era la última que quedaba de las sealgair. La última cazadora. Sola, sin entrenamiento, sin nadie que la apoyase, que la guiase.

Amara era una brasa entre las cenizas de sus antepasadas. Y si el sello se rompía, iba a tenerlo muy crudo para enfrentarse al mundo que vendría después de eso. Puede que no fuera de mucha ayuda, pero no estaría sola del todo. Ross la ayudaría todo lo que pudiera, incluso si eso implicaba volverse contra los suyos.

Porque Amara le había mostrado un mundo diferente. Le había enseñado a los humanos y el mundo en el que habitaban de otra manera. Le había enseñado que las sealgair podían contener sus instintos y convivir con un feérico, incluso dormir con él en la misma habitación.

Pero eso también demostraba lo poco preparada que estaba para enfrentarse a ellos cuando invadieran el mundo humano. Ese momento llegaría, era inevitable. Pero Ross estaría con ella. La ayudaría. Avivaría la brasa que había quedado entre las cenizas de una especie entera.



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En el texto hay: romance, faery

Editado: 27.12.2022

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