El sol brillaba en toda su magnitud en el cielo matutino cuando Camila Beltramo retornó a Valle Azul, paraíso terrenal que la vio nacer, con el propósito de demostrarle a su recio padre que estaba lista para cargar con más responsabilidades y no le temblaba el pulso a la hora de ejecutar las órdenes impostergables.
Hacía ya más de una década que su familia había roto lazos con sus raíces campestres, cambiándolas por una financiera que no solo se dedicaba a los fondos de inversión sino que, además, se ufanaba de otorgar préstamos a pequeños emprendedores como así también, aunque algo menos bondadosos, a viejos productores que no conseguían levantar cabeza en un mundo tan azaroso como competitivo.
Por eso Camila estaba allí, de vuelta en su hogar, para cobrar una antigua y pesada deuda que no moría en transacciones económicas. Luego de manejar por casi cuatro horas, al fin arribó a los límites de la finca Puenzo, donde esperaba entrevistarse con Marco para hacerle saber que los plazos estaban vencidos y debía tomar una dura pero necesaria decisión. Para su pesar, todo el discurso que tenía planeado se hizo añicos al enterarse que Marco ya no estaba al frente del viñedo y era su hijo, el travieso Federico, quien comandaba los destinos del lugar.
—¿En qué puedo ayudarla señorita? —preguntó al capataz acercándose a la misteriosa mujer.
—Estoy buscado a Marco Puenzo —contestó quitándose los lentes de sol.
—Temo que no se encuentra.
—¿Y sabe dónde puedo ubicarlo?
—Créame, me encantaría saberlo a mí también.
—¿A qué se refiere? —preguntó frunciendo el ceño.
—El señor Puenzo se marchó hace casi nueve meses y no hemos sabido de él desde entonces —respondió con un dejo de tristeza.
—¿Es alguna clase de broma?
—¿Por qué asunto lo buscaba?
—Soy de la financiera Beltramo y Asociados.
—Ah, ya veo —suspiró.
—Existe una deuda muy importante y quería hacerle saber al propietario que se acaba el tiempo —informó implacable—, que no hay más atajos ni extensiones posibles.
—Si quiere puedo acompañarla a las oficinas y…
—Solo estoy autorizada a hablar con el propietario, lo siento —interrumpió intransigente.
—Federico está ahora a cargo del lugar, seguro él la atenderá.
—¿Dijo Federico? —inquirió con un nudo en la garganta.
—Sí, es un chico muy agradable, ya lo verá.
—No creí encontrarlo aquí, lo hacía lejos de casa —susurró.
—¿Acaso lo conoce?
—Lléveme con él —carraspeó fingiendo seriedad—. Debo ponerlo al tanto de la situación que los aqueja.
—Será un placer.
—¿Y qué espera? —se exasperó.
—¿Quiere que la cargue?
—¿Disculpe? —preguntó abriendo enormes sus ojos café—, ¿acaso intenta propasarse conmigo?
—En absoluto, es solo que caminaremos alrededor de veinte minutos y no creo que tenga el calzado apropiado —replicó con la mirada fija en los finos tacones de la visitante.
—¿Qué tienen de malo mis zapatos?
—Nada, le quedan hermosos de hecho, pero no sé si son los indicados para estos campos traicioneros.
—No se preocupe por mí, estaré bien.
No eran horas felices las que estaban por tocar a la puerta del más joven del clan Puenzo. Mientras Federico trataba de poner en orden el viñedo familiar, tras la fuga repentina de su padre, ignoraba por completo que el destino le tenía reservada una sorpresa para nada agradable.
—Había olvidado lo bonito que era este lugar —dijo mientras ingresaba a la recepción.
—¿Pasó mucho tiempo aquí?
—Fue en otra vida.
—Tome asiento, iré a buscar a Federico —dijo el capataz mientras Micaela miraba espantada el desorden a su alrededor.
Al cabo de cinco minutos, tan apurado como nervioso, el flamante viñador acudió a la cita consciente de que se avecinaba una negociación difícil y poco amistosa.
—Había perdido por completo la esperanza de volver a verte —dijo ni bien cruzó el umbral, sin saber si estrechar su mano o fundirse en un abrazo sincero.
—Es para mí también una sorpresa encontrarte aquí.
—¿Dónde más podría estar?
—No lo sé, tal vez excavando en algún antiquísimo sitio arqueológico.
—Bueno, no pierdo las esperanzas.
—Te ves muy bien.
—Tú te ves preciosa; siempre lo fuiste en realidad —se corrigió de inmediato—, pero…
—Quisiera continuar con esta amena conversación —interrumpió—, pero no estoy aquí para hacer sociales.
—Ya veo —sonrió.
—Vine a hablar con tu padre, pero el capataz me dijo que se marchó sin mirar atrás.
—Estoy haciéndome cargo del viñedo —asintió—. Es todo un caos, como podrás ver, aún continúo tratando de organizar el lugar, pero sé que pronto saldremos adelante.