Una Curvy para el Magnate Italiano

Capítulo 1

La lluvia golpeteaba contra el parabrisas del taxi, dibujando carriles serpenteantes que distorsionaban las luces de la ciudad. Cada gota era un metrónomo que marcaba el compás de su ansiedad. Valeria ajustó el cinturón de seguridad sobre su vestido nuevo, una tela más áspera de lo que había parecido en la tienda, que se ceñía con una tensión incómoda a sus caderas y busto. Un suspiro empañó el vidrio. Dentro, en el calor del coche, olía a perfume barato y a miedo.

Era el aroma de una oportunidad. La gala de la firma de diseño Aura era su chance, la puerta que tanto había anhelado entreabrir. Llevaba meses en una ratonera más, archivando proyectos ajenos y fetchando cafés, pero esa noche, con su portafolio digital escondido en un elegante pendrive con forma de llave (una ironía que entonces no apreciaba), se sentía por fin cerca. Iba a hablar con el director creativo. Iba a sonreír, a mostrarse segura, a demostrar que su talento era demasiado grande para seguir escondido tras una pantalla de ordenador.

El taxi se detuvo frente al deslumbrante edificio de cristal. De su bolso surgió un compacto. Bajo la tenue luz, su reflejo le devolvió una imagen fragmentada: ojos demasiado ansiosos, labios pintados de un rojo que de pronto le pareció estridente, y el marco de su rostro, suave y redondeado. “Gordita.” La palabra surgió de la nada, como un susurro ancestral en su mente. No lo dijo su madre, con esa mezcla de cariño y reproche. No lo dijo ninguna voz externa. Fue su propia voz, la que habitaba en el silencio entre sus pensamientos, la que llevaba años puliendo el arte de la autocrítica hasta convertirla en una verdad incuestionable.

Sacudió la cabeza. “No. Hoy no.” Se obligó a salir del coche, sintiendo cómo la fina tela del vestido se tensaba aún más con el movimiento. Un escalofrío que nada tenía que ver con la fría noche invernal la recorrió.

Dentro, el mundo era de cristal de Swarovski y risas líquidas. El aire olía a dinero y a canapés costosos. Ella era un pez fuera del agua, nadando entre siluetas esculpidas por dietas de quinoa y horas de crossfit. Cada vez que pasaba junto a un grupo, sentía las miradas resbalar sobre ella, rápidas, evaluadoras, como escáneres defectuosos que no podían procesar su forma. Su sonrisa se fue agrietando.

Y entonces lo vio. Luciano Verdú, el director creativo, un hombre alto y delgado como un lápiz, rodeado de su corte de adláteres. Con el corazón martilleándole en el pecho, una percusión de pánico y esperanza, se abrió paso. Su portafolio llave era un puño cerrado en su bolso.

—Señor Verdú —logró decir, su voz un poco más grave de lo habitual—. Valentina Soto, de economia. Tengo algunas ideas para la campaña que creo que podrían interesarle.

Él se volvió. Sus ojos, fríos y claros, hicieron el recorrido. No fue un vistazo. Fue un análisis. De sus zapatos a su peinado, deteniéndose, con una pausa casi tangible, en la curva de su vientre contra el vestido.

—Soto —repitió, como saboreando un nombre sin importancia—. Claro.

Ella alargó la mano con el pendrive. Él ni siquiera lo miró. Una sonrisa condescendiente se dibujó en sus labios.

—Valoramos la iniciativa, Soto. La proactividad es clave —dijo, y su tono era tan suave como el filo de una cuchilla—. Pero en esta industria, la imagen lo es todo. No solo la que proyectamos, sino la que… encarnamos. Deberías considerar seriamente cómo quieres encarnar tu futuro. La disciplina es la mejor forma de creatividad. Un cuerpo… descuidado, habla de una mente igual.

El silencio que siguió no fue un vacío. Fue una sustancia densa y pesada que le llenó los pulmones, ahogándola. Las risas a su alrededor parecieron amortiguarse, convertirse en un zumbido lejano. Lo único nítido era la sonrisa de él, y el peso ardiente de cada una de sus palabras, incrustándose en su piel como esquirlas de vidrio.

No recordaba haber dado media vuelta. No recordaba haber empujado la pesada puerta de cristal. Solo recordaba el aire gélido de la noche golpeándole la cara, mezclado con la lluvia que ahora le empapaba el vestido, pegándoselo al cuerpo como una segunda piel que la delataba. Las luces de la ciudad se difuminaron en un caleidoscopio de manchas brillantes y lágrimas.

Caminó sin rumbo, sintiendo cómo cada paso era más pesado que el anterior, no por su cuerpo, sino por el fardo de vergüenza y humillación que ahora cargaba sobre los hombros. Se detuvo frente al escaparate iluminado de una tienda de moda. Allí, maniquíes imposiblemente delgados posaban con ropas que eran solo trozos de tela. Y entonces vio su reflejo completo, superpuesto a esos ideales de plástico: una figura mojada, deshecha, con la tela oscura pegada a unas curvas que de repente le parecieron monstruosas, una aberración en un mundo de líneas rectas.

Gordita. Descuidada. Fracasada.

Las palabras resonaron en su cabeza, ya no como un susurro, sino como un estruendo. Ya no eran solo palabras. Eran su verdad. Eran su sentencia.

Esa noche, empapada y temblando de frío y de rabia, Valentina Soto llegó a una conclusión tan clara como el cristal que había dejado atrás: su cuerpo era el enemigo. Era la barrera entre ella y todo lo que deseaba. Y si era una guerra lo que necesitaba, entonces una guerra tendría.

Lo que no sabía, mientras apretaba los puños y juraba venganza contra sí misma, era que las batallas más duras no se libran con dietas y sacrificio, sino frente al espejo. Y que la revolución más peligrosa no es la que cambia tu talla, sino la que te devuelve la mirada y te obliga a ver, por primera vez, lo que siempre ha estado allí: la posibilidad de ser, simplemente, perfecta.




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