La puerta del apartamento se cerró con un golpe sordo que resonó en el silencio como un disparo. La madera vibró, transmitiendo el temblor de su mano a todo el marco. Adentro, la oscuridad era absoluta, tan densa y pesada como la vergüenza que le abrasaba la garganta. Se apoyó contra la puerta, sintiendo la rugosidad de la pintura vieja en su espalda, mientras la respiración se le escapaba a jirones, entrecortada por sollozos que no llegaban a estallar.
La fina tela del vestido, ahora empapada y fría, se le adhería a la piel como una segunda epidermis culpable. Lo arrancó de un tirón, sintiendo el crujido de la costura bajo el brazo que cedió con un chasquido de derrota. La seda barata, manchada de agua sucia y máscara corrida, acabó en un montón informe en el suelo del recibidor, una mancha oscura y húmeda que parecía sangrar sobre las baldosas. No era solo un trapo mojado; era la armadura rota de una batalla perdida, el disfraz de una confianza que nunca había sido real.
Se dejó caer de rodillas, el frío del suelo trepando por sus muslos desnudos. Las lágrimas, por fin, rompieron el dique. No eran llanto, sino una erupción silenciosa y violenta, un terremoto interno que la sacudía sin producir sonido. Ahogó el rostro en las manos, pero no podía ahogar la voz en su cabeza, el eco nítido y cortante de las palabras de Luciano Verdú.
“Un cuerpo descuidado, habla de una mente igual.”
Cada sílaba era un latigazo. Una verdad incuestionable que se instalaba en sus entrañas, envenenándolo todo. Él no había inventado nada nuevo. Solo había puesto voz, con una crueldad exquisita, a todos sus monstruos privados, a cada susurro de probador, a cada mirada elocuente en el metro, a cada “gordita” bienintencionado de su madre que sonaba a lástima. Le había dado forma de sentencia a su peor miedo.
Se levantó tambaleándose y se encaró al espejo del recibidor, ese testigo mudo de todas sus salidas y llegadas. La mujer que la devolvía la mirada estaba demacrada por el llanto, el rímel corrido le pintaba dos heridas oscuras bajo los ojos. El cabello, pegado por la lluvia, enmarcaba un rostro hinchado y pálido. Pero su mirada no estaba en los ojos. Su mirada, implacable, recorría la suave curva del vientre, los muslos que se tocaban, los brazos que no eran delgados. Ya no veía a Valeria. Veía el problema. Veía el obstáculo. Veía la prueba irrefutable de su falta de disciplina, de su pereza, de su fracaso.
Una ira fría, repentina y absoluta, reemplazó al dolor. Secó sus mejillas con el dorso de la mano con un gesto brusco. La determinación le endureció el rostro.
Al día siguiente, la transformación comenzó con la precisión metódica de un ritual de purga.
La nevera, antes un caos colorido de antojos y comidas reconfortantes, fue saqueada con furia. Tarros de helado, quesos, el chocolate para untar, los restos de pizza, todo voló a la bolsa de basura con un ruido sordo y final. En su lugar, alineó como soldados en formación: yogures desnatados, pechugas de pollo a la plancha, lechuga insípida, manzanas verdes. La despensa corrió la misma suerte. La pasta, el arroz, las galletas, el aceite de oliva… todo era un veneno, un sabotaje en potencia. Su cocina quedó esterilizada, un paisaje austero y hostil de alimentos que sabían a castigo.
Descargó una constelación de aplicaciones en su teléfono. Apps que contaban calorías con el fervor de un contable miserable, que trazaban gráficos de peso esperando la caída en picado, que le recordaban con pitidos intrusivos que debía beber agua, que debía moverse, que debía negarse. La pantalla se convirtió en su juez, su verdugo y su confesor.
Y luego, el sudor. Se inscribió en un gimnasio de cristal y acero cromado donde los cuerpos perfectos se reflejaban en cada superficie, multiplicando su imperfección. Se obligó a correr en la cinta hasta que el ardor en los pulmones borrara el sonido de la risa de Verdú. Levantó pesas hasta que el temblor de sus brazos anulase cualquier otro pensamiento. Cada agujeta era una medalla, cada punzada de hambre una prueba de su voluntad de hierro. Se medía cada centímetro con una cinta métrica, anotando los números en un cuaderno con una obsesión de científica loca. La báscula se convirtió en su altar matutino; su veredicto digital dictaminaba si el día merecía ser vivido en paz o en una honda frustración.
Su madre la llamaba. —¿Tina? Cariño, hace semanas que no comes bien. He hecho ese estofado que te gusta… —No puedo, mamá. Dieta —respondía ella, con una voz que se volvía cada vez más delgada, más afilada. —Pero, hija, un día no es nada… ¡Quieres desaparecer! —¡Justo!¡Esa es la idea! —casi gritaba ella, cerrando la puerta con un golpe seco.
Sus amigas, aquellas con las que solía tomar copas y reírse de todo, se convirtieron en un peligro, en tentadoras con vasos de vino y tapas de patatas bravas. Empezó a evitarlas. Sus excusas eran evasivas, sus mensajes sin respuesta. El mundo fuera de su misión se volvió borroso, irrelevante. Solo existía la balanza, la cinta métrica, la aplicación del móvil y el enemigo que veía en el espejo cada mañana.
Una tarde, tras tres semanas de este régimen autoimpuesto, se encontró mareada en medio del supermercado, frente a una pirámide perfecta de aguacates. El aroma a pan recién horneado de la panadería de la esquina le provocó una punzada de hambre tan visceral que le dobló las rodillas. Se agarró al carro de la compra, los nudillos blancos. Un niño la miró con curiosidad.
“Descuidada.”
La palabra de Verdú resonó en su cabeza, clara como una campana. Enderezó la espalda, apretó la mandíbula y metió en el carro otra bolsa de lechuga y cuatro latas de atún al natural. La debilidad era el enemigo. El hambre era la prueba de que estaba ganando.