Una Curvy para el Magnate Italiano

Capítulo 3

El zumbido monótono de la cinta de correr era el sonido de su nueva normalidad. Tres semanas y cuatro días. Diecisiete horas de sueño perdidas contabilizadas por su smartwatch. Cinco kilos y medio menos según la fría digital de la báscula. Valeria corría, sus pulmones ardían con el aire climatizado del gimnasio premium, cada inhalación un cuchillo, cada exhalación un esfuerzo por expulsar el fantasma de Luciano Verdú.

Su teléfono, apoyado en el soporte de la cinta, vibró con una insistencia inusual, rompiendo el hechizo autopunitivo. Era un número desconocido, pero con el código de internacional. Italia. Un resto de su vida anterior, de cuando enviaba currículums a diestro y siniestro en un acto de desesperación pre-Verdú, debía de ser. Iba a rechazarlo, la disciplina no admitía interrupciones, pero un impulso extraño quizá la misma fatiga que nublaba su juicio la llevó a deslizar el dedo para aceptar la llamada con los auriculares puestos.

—Pronto? —la voz al otro lado era femenina, eficiente y con un acento italiano que sonaba a café espresso y negocios importantes—. Parlo con la Signorina Valentina Soto?

—Sí, soy yo —respondió Tina, intentando que su voz no sonjera como si estuviera escalando una montaña.

—Bene. Le habla Giovanna Russo, asistente personal del Signor Marcello Visconti. Hemos revisado su perfil en LinkedIn para la vacante de Asistente Ejecutiva Senior. Su perfil multidisciplinar y su dominio de idiomas son interesantes.

Valentina casi tropieza con la cinta. ¿LinkedIn? No lo tocaba desde… desde antes. Desde la noche de la gala.

—Oh… gracias. Pero creo que… ese puesto requería disponibilidad para traslado a Milán, ¿no? —balbuceó, intentando recordar entre la niebla de su agotamiento.

—Esatto. La posición es presencial y urgente. El Signor Visconti requiere una asistente con criterio, discreción absoluta y capacidad para manejar presiones altas. Su perfil creativo, sumado a su experiencia en gestión de proyectos, llamó nuestra atención la voz de Giovanna era impecable, pero tras las palabras se adivinaba una urgencia contenida, como si estuviera tachando nombres de una lista a gran velocidad—. El Signor Visconti desea realizar una entrevista personal. Hoy.

—¿Hoy? —Valeria redujo la velocidad de la cinta hasta detenerla, jadeando—. Pero… estoy en Madrid. Es imposible.

—El Signor Visconti está actualmente en su jet privado, de regreso a Milán desde Dubai. Hace escala técnica en el aeropuerto de Barajas en aproximadamente hizo una pausa breve, como consultando un agenda dos horas y media. Puede concederle veinte minutos en la sala VIP Sala VIP Puerta de Alcalá. ¿Le es viable?

Valeria se quedó sin aire, pero esta vez no fue por la carrera. Jet privado. Escala técnica. Veinte minutos. Las palabras resonaban en su cabeza, demasiado surreales para encajar en su mundo actual de calorías contadas y repeticiones de pesas.

—Yo… no sé qué decir.

—Digas que sí, Signorina Soto —la voz de Giovanna se suavizó un ápice, casi en un tono confidencial—. El Signor Visconti no es un hombre paciente. Y las oportunidades como esta… no esperan.

Una parte de ella, la parte aterrorizada y llena de cicatrices recientes, quería colgar. Decir que no. Volver a su rutina segura de autodisciplina y castigo. ¿Qué podría importarle un CEO italiano millonario? Él sería otro Luciano Verdú, otro escultor de ideales imposibles, otro juez de cuerpos.

Pero otra parte, una chispa minúscula y casi ahogada de la Tina de antes, la que soñaba con grandes proyectos y creía en su talento, se agitó. Era una locura. Era imposible. Pero era también una distracción brutal de su obsesión. Una prueba de fuego. ¿Podría enfrentarse a un hombre de ese calibre sin desmoronarse?

—De acuerdo —oyó decirse a sí misma, con una voz que no reconoció—. Estaré allí.

—Perfetto. Enviaremos los detalles de acceso a su móvil. Puntualidad, Signorina Soto. Arrivederci.

La llamada se cortó. Valentina se bajó de la cinta, las piernas temblorosas por el ejercicio y la adrenalina. Se miró en los espejos del gimnasio. Llevaba leggings sudados, una camiseta holgada y el pelo recogido en un moño desastrado. Tenía dos horas.

Corrió a su casa como si las Furias la persiguieran. La ducha fue la más rápida de su vida. Se secó el pelo a toda prisa mientras revolvía su armario, un campo de batalla de ropa que ya no le quedaba bien. Todo le quedaba grande o le recordaba a la persona que estaba intentando erradicar. Finalmente, optó por lo único que le confería una apariencia de profesionalidad a pesar de la pérdida de peso: un traje pantalón negro de corte impecable que había comprado para una entrevista fallida hacía una eternidad, y una blusa de seda color marfil que contrastaba con su palidez. Minimalista. Severo. Como una armadura.

No hubo tiempo para dudar. Cogió un taxi, repasando mentalmente todo lo que sabía de Marcello Visconti. Visconti Enterprises. Holding diversificado: tecnología verde, bienes raíces de lujo, moda. Hombre de baja exposición mediática, pero de una influencia férrea. Temido y respetado. Un titán.

En la sala VIP, el silencio era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Olía a cuero limpio y a café recién hecho. Valentina esperaba, con las manos sudorosas apretadas sobre su bolso, cuando las puertas de cristal se abrieron.

Marcello Visconti no entró en la sala. La ocupó. No era excesivamente alto, pero su presencia era física, magnética. Llevaba un traje oscuro, perfectamente ajustado, que hablaba de sastres italianos y precios obscenos. Su pelo, entrecano y grueso, estaba despeinado como si se hubiera pasado la mano por él mil veces. Sus ojos, de un gris tormentoso, escanearon la estancia y se clavaron en ella con una intensidad desarmante. No fue la mirada de Luciano Verdú, fría y evaluadora. Esta era más profunda, más intrusiva, como si estuviera leyendo la última página de un libro abierto.




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