Una Curvy para el Magnate Italiano

Capítulo 5

El rugido del jet privado cesó con un suspiro hidráulico, dejando un silencio denso y antinatural. Fuera, la pista de Linate estaba bañada por la luz fría y azulada del amanecer milanés. Valeria desembarcó con las piernas temblorosas, no por el vuelo, sino por el vértigo de la decisión tomada. Su maleta vieja, pálida y desgarbada contra la opulencia discreta del aeropuerto privado, era el último vestigio de su vida anterior.

Una mujer con un traje sastre impecable y una tableta bajo el brazo la esperaba al pie de la escalerilla. Era Giovanna, la voz al teléfono, pero en persona su eficiencia era casi tangible. —Signorina Soto. Bienvenida. El Signor Visconti ya está en oficina. Venga, por favor.

No hubo «espero que tuviera un buen vuelo». No hubo «necesita descansar». Solo un comando claro. Valentina la siguió, sintiéndose como una astronauta pisando un planeta desconocido, con su traje negro como un traje espacial mal ajustado.

Un Bentley negro y silencioso las aguardaba. El trayecto fue mudo, atravesando avenidas desiertas que poco a poco se teñían de gris y oro. Milán se despertaba indiferente a su drama personal.

El coche se detuvo frente a una torre de cristal y acero que se erigía como un colmillo plateado contra el cielo. No había logos ostentosos, solo una placa discreta de metal pulido: Gruppo Visconti. Las puertas de vidrio blindado se deslizaron sin un sonido.

Dentro, el aire olía a aire acondicionado caro y a limpieza absoluta. El silencio era profundo, roto solo por el susurro lejano de la climatización y el taconeo preciso de Giovanna sobre el mármol pulido. La recepción era un vasto espacio minimalista, con una escultura de acero retorcido que valía más que todo el edificio donde Valeria había vivido.

—Su tarjeta de acceso —Giovanna le entregó una lámina blanca e intachable—. Le da permiso a su planta, al archivo digital y a las salas de reuniones designadas. Su despacho es el tercero a la derecha del ascensor. El del Signor Visconti es el del fondo, con las puertas de roble. No entre si la luz ámbar está encendida. Significa que no quiere ser disturbado.

Subieron en un ascensor que se movía tan suavemente que apenas se percibía. Los pasillos de la planta ejecutiva eran largos, silenciosos y alfombrados, ahogando cualquier sonido. Parecía una galería de arte moderno, con cuadros abstractos y luces focales que iluminaban vacíos perfectos.

Giovanna abrió la puerta de un despacho. Era amplio, impoluto y tan impersonal como una suite de hotel de cinco estrellas. Una mesa de diseño, un iMac de 27 pulgadas, una silla ergonómica. Ni un papel, ni una foto, ni una planta. Una celda de lujo. —El Signor Visconti le espera en cinco minutos en su despacho. Aquí tiene la agenda del día. —Giovanna le pasó la tableta, donde una lista interminable de citas, informes y llamadas se sucedía con horarios milimétricos—. Buena suerte.

Se fue, dejando a Valentina sola en el centro de la habitación, respirando el aire estéril. Cinco minutos. Se ajustó la blusa, se pasó una mano por el pelo. El pánico era un animal que le mordía las entrañas. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Quién se creía que era?

Un pitido suave en la tableta. Un mensaje de Giovanna: «Ahora.»

Tomó aire y caminó por el pasillo hasta las altas puertas de roble. Una luz blanca parpadeaba suavemente junto al marco. Permiso para entrar.

Empujó la pesada puerta.

El despacho de Marcello Visconti no era una oficina. Era el puente de mando de un acorazado. Una pared entera de cristal ofrecía una vista panorámica y dominante de los tejados de Milán. El resto estaba revestido de estanterías de ébano repletas de libros antiguos y carpetas de cuero perfectamente alineadas. No había una mota de polvo. En el centro, un escritorio monumental, casi vacío, salvo por un portátil cerrado y un teléfono de línea. Y detrás, él.

Visconti no la miró al entrar. Estaba de pie, de espaldas, contemplando la ciudad que se despertaba a sus pies. Llevaba las mangas de la camisa blanca remangadas hasta los antebrazos, revelando un reloj de platino que era a la vez una joya y un instrumento de precisión.

—El informe de ventas trimestral del sector asiático —dijo, sin volverse—. Está en la carpeta roja, servidor interno. Quiero un resumen ejecutivo, no más de dos páginas, en mi bandeja de entrada en una hora. Los puntos clave: desviaciones del presupuesto, proyecciones revisadas y una acción correctiva por cada desvío negativo. Nada de excusas. Solo datos y soluciones.

Valentina se quedó paralizada en la puerta. No había «buenos días». No había «¿cómo fue el vuelo?». Solo una orden lanzada al vacío, esperando ser obedecida.

—Yo… sí, signore —logró articular, con la voz un hilo.

Él se volvió entonces. Sus ojos grises la atravesaron, fríos y evaluadores, pero no como los de Verdú. No evaluaban su cuerpo, evaluaban su capacidad de reacción. Su utilidad. —Una hora, Signorina Soto —repitió, y cada palabra era un latigazo—. El tiempo es el único activo no renovable. No me haga perderlo.

—No, signore. Enseguida.

Giró sobre sus talones y volvió a mirar la ciudad, despidiéndola sin una palabra más.

Valentina salió tambaleándose, las piernas como de gelatina. Corrió a su despacho, se dejó caer en la silla y encendió el iMac con dedos trémulos. Encontró la carpeta roja. Era un monstruo de datos, gráficos y tablas en inglés y mandarín. Una hora. Una hora.




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