Una Curvy para el Magnate Italiano

Capítulo 6

La luz de la lámpara del escritorio era el único punto cálido en la gélida perfección de su despacho. Valentina llevaba tres horas diseccionando el informe coreano, sus ojos ardían de fatiga y concentración. Cada número, cada fluctuación monetaria, cada variable del mercado era un enemigo al que debía dominar. La reprimenda de Visconti resonaba en su cráneo como el eco de un disparo: «Imperfecto». La palabra le quemaba más que cualquier insulto.

Un suave click en la puerta la hizo levantar la vista. No era Giovanna. Era él.

Visconti se apoyó en el marco de la puerta, sin entrar. La luz del pasillo recortaba su silueta implacable. Llevaba la corbata deshecha y un vaso de cristal con un líquido ámbar en la mano. Su mirada, esos ojos grises que todo lo perforaban, recorrió el desorden controlado de su escritorio: las notas adhesivas, las hojas de cálculo impresas y marcadas con furia, la taza de café vacía.

—Sigo esperando el informe revisado, Signorina Soto —dijo, su voz era más baja ahora, áspera por el cansancio o el whisky. Pero no era menos peligrosa.

—Está casi listo, Signore Visconti —respondió ella, manteniendo la voz firme a pesar del vuelco de su estómago—. He incorporado la fluctuación del won de los últimos diez días, no solo del mes pasado. Y he cruzado los datos con el índice de confianza del consumidor surcoreano. La corrección no es del 2.3%. Es del 1.8%. Y es una pérdida asumible para ganar cuota de mercado frente al competidor chino, tal como hizo en Alemania en 2019. Lo detallo en la página tres.

Un silencio pesado llenó la habitación. Visconti no se movió. Su expresión, siempre un enigma de mármol, no cambió. Pero algo en el aire se tensó. Ella había devuelto el golpe. Le había citado una estrategia pasada de la empresa.

Bebió un sorbo de su bebida, sin apartar los ojos de ella. —¿Y quién le ha dado acceso a los archivos estratégicos del 2019?—preguntó, y era una pregunta-amenaza.

—Nadie. Encontré una mención en el informe anual de ese ejercicio, en la sección de inversiones en Europa. Deducí el contexto —ella no bajó la mirada. La rabia le daba un valor que no sabía que tenía.

Él empujó la puida y entró en el despacho. Sus pasos eran silenciosos sobre la alfombra gruesa. Se detuvo frente a su escritorio y colocó el vaso al lado del teclado. El aroma a un whisky caro y ahumado impregnó el aire.

—¿Deduce? —repitió, con un deje de algo que podía ser curiosidad o desprecio—. Los negocios no se construyen sobre deducciones, Signorina. Se construyen sobre hechos. Sobre números exactos. Sobre sangre, sudor y… —su mirada se desvió por primera vez de sus ojos, recorriendo su rostro demacrado, las ojeras violáceas, los labios apretados— …hambre, al parecer.

Valentina sintió que la sangre le golpeaba en las sienes. No era una observación, era una intrusión. Una violación.

—Mi rendimiento no se ha visto afectado —replicó, clavando las uñas en las palmas de las manos.

—No he hablado de su rendimiento. He hablado de su aspecto —él cogió una de las hojas llenas de sus anotaciones frenéticas. La estudió—. Trabaja con desesperación. No con inteligencia. El pánico es un mal consejero.

—El pánico es lo que me ha traído hasta aquí —saltó ella, antes de poder contenerse—. Y hasta ahora, ha sido el único motor lo suficientemente potente para… para cumplir con sus expectativas.

Visconti dejó la hoja sobre el escritorio. Se inclinó hacia delante, apoyando las manos en la mesa, invadiendo su espacio. Su presencia era abrumadora. —Mis expectativas son simples: perfección o nada. No contraté a una mártir, contraté a una asistente. Si su motor es el pánico, se va a quemar en una semana. Y yo no invierto en combustible de mala calidad.

—¿Y qué sugiera, signore? —preguntó ella, con un desafío que le temblaba en la voz—. ¿Que tome un descanso? ¿Que me coma un bocadillo? ¿Que sonría más?

Una sonrisa fría, casi imperceptible, le rozó los labios. —Sugiero que deje de ver enemigos donde solo hay obstáculos. El informe coreano es un problema de números, no una conspiración personal contra usted. Y yo… —hizo una pausa, y su mirada se volvió aún más intensa, si cabía— …soy el mayor obstáculo que va a encontrar aquí. Superarme a mí es lo único que debería importarle. No su… hambre.

Valentina contuvo el aire. Él lo sabía. Sabía que estaba ayunando, que se estaba destruyendo. Y no le importaba por su salud, le importaba por su productividad. Era un activo que se depreciaba demasiado rápido.

—No es hambre —mintió, desviando la mirada hacia la pantalla—. Es… concentración.

Visconti se irguió, recuperando su distancia. Cogió su vaso de whisky. —La concentración nace de una mente clara, no de un estómago vacío. Termine su informe. Y cuando lo envíe, baje al comedor ejecutivo y pida algo de comer. Es una orden.

—No tengo…

—Es una orden —cortó él, y su tono no admitía réplica—. Mañana a las siete tengo una videollamada con Seúl. Quiero que esté presente. Y quiero que esté despierta, no drogada por la cetosis. ¿Queda claro?

Ella asintió, sin poder articular palabra. La humillación y una extraña, confusa sensación de haber sido vista de una manera demasiado íntima, se mezclaban en su pecho.

Visconti se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. En el umbral, se detuvo sin volverse. —Y, Signorina Soto… —dijo—. La deducción sobre Alemania fue acertada. No vuelva a equivocarse con el porcentaje coreano.




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