Una Curvy para el Magnate Italiano

Capítulo 7

El comedor ejecutivo estaba desierto a esas horas. Un silencio de museo, roto solo por el tenue zumbido de los refrigeradores de vitrinas iluminadas que exhibían manjares fríos, ensaladas impecables en cuencos de cristal y pastelería que parecía más una escultura que comida. El aire olía a café de alta gama, limpio y caro. Una vergüenza nueva se apoderó de Valentina. Sentirse observada en su despacho era una cosa; sentirse como un espécimen raro en este santuario de la perfección corporativa era otra muy distinta.

Un camarero impecable, con una chaqueta negra que no producía un solo crujido, se materializó a su lado.

—Signorina. ¿Desea algo en particular? El servicio caliente ha concluido, pero puedo prepararle un plato frío o un sándwich.

—Un sándwich, por favor. De… lo que sea —murmuró, evitando su mirada.

—Pavo con pesto de rúcula y tomate seco. Pan de focaccia. Espero que sea de su agrado. —Asintió, sin atreverse a corregirle. No había agrado posible. Solo la obligación de obedecer una orden absurda.

Se sentó en una mesa junto a una ventana que reflejaba el skyline nocturno de Milán. Su propio semblante, pálido y cansado, se superponía a las luces de la ciudad, un fantasma en el reino de los exitosos. «Soy el mayor obstáculo que va a encontrar aquí». Las palabras de Visconti resonaban, mezcladas con el eco de su propia determinación. ¿Cómo se descifraba a un hombre así? No era un código de mercado, con variables claras y tendencias predecibles. Era un acertijo envuelto en poder y whisky caro.

El sándwich llegó, una obra de arte minimalista en una tabla de madera. Tomó un bocado. El pan era esponjoso, el pesto aromático. Su estómago, tras horas de negación, se contrajo con una punzada de doloroso agradecimiento. Masticó con rabia, saboreando más la humillación que los ingredientes. Cada mordisco era una derrota para su férreo control, pero también, lo admitía a regañadientes, un pequeño impulso de lucidez que comenzaba a filtrarse en su niebla mental.

De repente, una risa grave y familiar la hizo paralizarse, con el bocado a medio masticar. No provenía del comedor, sino de la sala de juntas contigua, cuya puerta corredera de roble estaba entreabierta. Era la risa de Visconti. Pero no era la risa fría y cortante que ella conocía. Era más relajada, casi cálida.

—…siempre exagerando, Lorenzo. Fue un movimiento arriesgado, nada más —decía la voz de Visconti.

—¡Arriesgado! Lo llaman el «golpe del siglo» en las revistas, Marcello. Y te sentó allí, como si nada —respondió otra voz, masculina, enérgica y desenfadada.

Valentina se quedó inmóvil. Marcello. Nadie lo llamaba por su nombre de pila. Se deslizó con sumo cuidado en su silla, intentando hacerse más pequeña, volverse invisible. Desde su ángulo, a través de la rendija de la puerta, podía ver un reflejo en el cristal blindado de la sala de juntas: Visconti, de espaldas a ella, con una copa de vino en la mano. Frente a él, un hombre mayor, canoso, con el aspecto de un león viejo y disfrutón, sonreía.

—El chino subestimó mi apetito —dijo Visconti, y había un deje de genuina diversión en su tono—. Y sobreestimó la lealtad de sus socios. Un error doble.

—Apetito. Esa es la palabra. Tú tienes hambre, Marcello. La mayoría de estos… —el hombre llamado Lorenzo hizo un gesto vago que parecía abarcar todo el edificio— …están saciados. Juegan a los negocios. Tú… tú recuerdas el sabor de la necesidad.

Visconti no respondió de inmediato. Bebió un sorbo de vino.

—El hambre es un maestro cruel, Lorenzo. Te enseña a olfatear la sangre en el agua a un kilómetro de distancia. Pero también te vuelve… imprudente. Un animal hambriento puede caer en trampas evidentes por un bocado de comida.

—¿Y tú? ¿Has caído en alguna? La sonrisa de Visconti se vio en el reflejo, un destello de dientes blancos.

—Me limito a tenderlas. La mía es la única hambre que importa en este juego.

Valentina sentía que el corazón le latía en la garganta. Estaba escuchando una conversación que no le correspondía, viendo una faceta de Visconti que nadie en la empresa, estaba segura, había visto jamás. No era el ejecutivo impasible, era el estratega que disfrutaba con la cacería.

—Hablando de hambre… —dijo Lorenzo, bajando un poco la voz—. La he visto salir de tu despacho. La nueva. La española. Tiene pinta de estar a un paso de un colapso nervioso. ¿La estás devorando ya, Marcello?

El rostro de Valeria ardió. Se encogió aún más. La expresión de Visconti en el reflejo se endureció ligeramente, perdiendo toda su calidez anterior.

—La Signorina Soto tiene talento. Crudo, sin pulir, pero talento. Y una… determinación peculiar. No es asunto tuyo.

—¡Siempre es asunto mío! ¡Eres como un hijo para mí! ¿Vas a decirme que no has notado que es…?

—Lo he notado—lo interrumpió Visconti, y su tono era ahora una cuchilla afilada—. Y es un problema que estoy resolviendo. No se come el capital humano, Lorenzo. Se invierte en él. Se lo dirige. Hasta que deja de ser útil.

Las palabras, aunque duras, la protegieron de una manera extraña. No era solo un “activo” para él. Era un “problema que estaba resolviendo”. Tenía un plan para ella. Eso, en el retorcido mundo de Visconti, era casi un cumplido.

—Solo te digo que tengas cuidado. Esas chicas tan intensas… o se queman o te queman a ti.




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