La luz azulada de la pantalla del portátil iluminaba el rostro concentrado de Valentina en la penumbra de su apartamento. El cansancio que antes la embargaba se había transformado en una energía nerviosa, un cable de alta tensión que recorría su espina dorsal. Las palabras de Visconti y Lorenzo giraban en su cabeza como un mantra: hambre, necesidad, capital humano, problema que estoy resolviendo.
Su investigación inicial fue frustrante. La adquisición alemana de 2019, bautizada por la prensa como "el golpe del siglo", aparecía descrita en todos los medios de negocios con la misma narrativa pulida y estéril: Visconti Capital había adquirido la tecnológica Baum GmbH en una jugada maestra, superando a gigantes rivales con una oferta audaz y una estrategia de financiación innovadora. No había rastro de suciedad, de riesgo real, de ese "apetito" del que hablaban. Era como si intentara rascar el barniz perfecto de un mueble para encontrar la madera verdadera, y solo consiguiera astillarse las uñas.
Hasta que cambió su enfoque. En lugar de buscar "Marcello Visconti" o "Visconti Capital", tecleó "Baum GmbH" y "escándalo". Y luego, "Baum GmbH" y "quiebra". Y finalmente, "Klaus Baum" y "arresto".
Los resultados brotaron de la deep web de internet financiero, de foros especializados y de artículos de prensa local traducidos de forma rudimentaria. La historia era muy diferente. Baum GmbH no era una joya pulida, sino una empresa al borde del colapso, acosada por deudas y acusaciones de fraude contable contra su fundador, Klaus Baum. La mayoría de los grandes fondos se habían alejado, no querían tocar un activo tan envenenado.
Visconti no los había superado con una oferta mejor. Los había esperado. Había dejado que todos retiraran sus ofertas, que el precio se desplomara y que Klaus Baum, desesperado, se viera acorralado por las autoridades y sus acreedores. Y entonces, en el momento más oscuro, había llegado él. No con una oferta de compra, sino con un préstamo salvavidas a una tasa exorbitante, garantizado con las pocas patentes sanas que le quedaban a la empresa. Cuando Baum no pudo pagar, que era inevitable, Visconti se quedó con el control total por una fracción de su valor real. No fue una adquisición. Fue una ejecución financiera.
Y el "doble error" del que hablaba: el fundador subestimó la hambre voraz de Visconti y sobrestimó la lealtad de sus socios, a quienes Visconti, según sugería un artículo con rumores no confirmados, había comprado individualmente para que abandonaran a Baum en el momento crucial.
Valentina se recostó en la silla, un escalofrío recorriéndole los brazos. No era un estratega. Era un depredador que olfateaba la sangre en el agua, exactamente como él mismo había dicho. Jugaba con la necesidad ajena porque conocía su sabor mejor que nadie.
Pero, ¿por qué? ¿De dónde venía ese conocimiento? La búsqueda de "Lorenzo" fue más sencilla. Lorenzo Ricci. Un nombre con peso en la Italia industrial de los 80 y 90. Un leone de la manufactura que había construido un imperio desde cero. Su empresa, Ricci Siderurgica, había sido adquirida en una OPA hostil a principios de los 2000. Valentina buscó con ansia la noticia. Y allí, en una foto de archivo en blanco y negro de la firma de la venta, estaba un Lorenzo mucho más joven, con el rostro cansado y cetrino, y a su lado, casi fuera de foco, un hombre joven, flaco, con un traje barato que le quedaba grande y una intensidad desgarradora en sus ojos grises. Marcello Visconti. El pie de foto rezaba: "Lorenzo Ricci y su asistente personal, Marcello Visconti".
Visconti no había nacido en la opulencia. Había estado al lado de un hombre que lo perdió todo. Había visto de primera mano cómo devoraban a su mentor. Había probado la necesidad. Y había decidido que, en el futuro, él sería el que devoraría.
El reloj del ordenador marcó las 6:15 de la mañana. No había dormido nada, pero una lucidez febril la mantenía en vilo. Se duchó con agua fría, vistió su traje más armado, una armadura de lana negra y algodón egipcio, y se miró al espejo. Los ojos aún tenían sombras, pero ya no había rastro de la mujer a punto de colapsar de la noche anterior. Los había reemplazado una determinación fría, calcárea. Él veía un problema por resolver. Ella vería un maestro del que aprender. Incluso si la lección era cruel.
A las 6:58 estaba frente a la puerta de roble de su despacho. Respiró hondo y llamó.
—Avanti — resonó la voz desde dentro.
Visconti estaba de pie frente al ventanal, con una taza de porcelana blanca en la mano. No era la copa de whisky de la víspera. Olía a espresso, intenso y amargo. Se volvió. Sus ojos la escanearon de arriba abajo, deteniéndose por una milésima de segundo en la línea impecable de su chaqueta, en el moño perfecto de su pelo, en la resolución clara de su mirada. No hubo aprobación, pero sí un leve, casi imperceptible, destello de interés.
—Puntual. Un buen comienzo, signorina Soto.
—He revisado el informe coreano, signore Visconti. Y el historial de adquisiciones de K-Tech desde 2015 —dijo ella, con una voz neutra y profesional que no delataba su noche en vela—. Hay una discrepancia en sus cifras de EBITDA que no cuadra con los informes que presentaron a su gobierno para las subvenciones estatales. Podría ser un error, o podría ser una omisión deliberada para hacer más atractiva la venta.
Visconti dejó la taza sobre su escritorio, sin hacer ruido. La miró fijamente, y por primera vez, no había desdén en su expresión. Había la quietud alerta de un tiburón que acaba de detectar una nueva vibración en el agua.