Una dulce Navidad

Una dulce Navidad

 

Este año se perfilaba a acabar como todos los anteriores desde que nací. Desde que conocí el amor, de mano del primo de mi vecina —y mejor amiga—, Ximena, a los doce años, soñé con una blanca Navidad, tomada de la mano de mi chico y cantando villancicos frente a un enorme y luminoso árbol, pero, a medida que pasaban los años y cada noviazgo fugaz que acababa antes de esas fechas, ese sueño se iba alejando cada vez más.

 

Sí, reconozco que me resigné muy pronto, en especial cuando decidí que la universidad no era lo mío y me mudé esta ciudad, hace exactamente cinco años. Subí de peso, cambié mis estilizados conjuntos por ropa «cómoda» y pasaba las fiestas viendo alguna película y engullendo comida chatarra. Ni siquiera tenía amigos, más que algunos conocidos del edificio donde vivo o mis compañeros de trabajo.

 

No me sentía particularmente mal, solo que ya no recordaba ese sueño que renacía cada navidad, hasta que hace unos meses, circulando por mi camino habitual al trabajo, conocí a un chico que era demasiado perfecto para ser real. El chico de la cafetería que estaba frente a la iglesia de mi barrio.

 

¿Por qué decido contarles esto? Pues sencillo, porque quería que supieran que lo último que se pierde es la esperanza y que, cuando más compartes, más recibes y es así como él llegó a mi vida. Nunca se resignen, nunca crean que un sueño es demasiado grande para cumplirlo y crean en la magia de la Navidad.

 

Pero mejor empiezo desde el inicio, para que me entiendan.

 

Recuerdo que estábamos en pleno verano cuando lo vi por primera vez. Su pelo era tan rubio que pensé que el sol había bajado para dar un paseo por mi barrio, pero no, era el nuevo chico del café, frente al cual pasaba cada día de camino al trabajo. Amaba el café, pero solo podía permitirme uno ciertos días de la semana o no me alcanzaría para la renta del mes.

 

Ese día sentí un cosquilleo en mi estomago que me hacía desear que llegara la hora de pasar de nuevo por ahí. Día tras día, se convirtió en mi motivación para ir caminando al trabajo y para volver a soñar. Más adelante descubrí —cuando fui por primera vez a comprarle un café—, que no solo era hermoso por fuera, sino que también lo era por dentro. Tenía una timidez que me encantaba y una dulzura y amabilidad que terminó por enamorarme.

 

Cuando caí en cuenta de que ese maravilloso chico, cuya mano quería sostener frente al árbol de navidad mientras cantamos villancicos, tal vez nunca me viera como más que una clienta que lo miraba de manera especial, decidí cambiar mi aspecto. Aunque no tenía un cuerpo de modelo, sino que me confundían en ocasiones con una mujer embarazada, intenté por lo menos, no ir más como una profesora de educación física al trabajo.

 

Gracias a él, incluso me volví más generosa, porque siempre terminaba cediendo mi lugar en la fila, para poder verlo unos minutos más. Lo único que nunca conseguía era que me hablara más que para tomar mi pedido.

 

Fueron pasando los meses y, con ellos, mis esperanzas de conquistarlo. Me miraba como si quisiera decirme algo, pero nunca lo hacía. De verdad que toda esa situación me confundía, porque sus ojos decían lo que sus labios ocultaban.

 

Me sentí aterrorizada al pensar que este año podría pasar la mayor vergüenza de mi vida si olvidaba mi donativo diario para el falso Santa de la esquina de la parroquia. Desde que me mudé, ese hombre cuya risa daba miedo, con su traje de Santa con olor ha guardado y su gorro ajustado, se ponía en ese lugar a pedir limosna cada Navidad.

 

Siempre se veía feliz y contento con lo que hacía, pero odiaba cuando me gritaba «tacaña» cada vez que pasaba sin darle aunque sea unas monedas. Este año debía dejar dinero extra para esos días, porque no me iba a arriesgar a que me dejara mal parada frente al chico del café.

 

Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando vi, mientras intentaba meter de vuelta mis pulmones en su lugar, de tanto correr para no llegar tarde al trabajo, que el falso Santa no estaba. Eso debía ser un milagro, pero aún así, no pude evitar preguntarme qué había pasado con él.

 

Me propuse detenerme en la iglesia unos minutos a la vuelta de mi trabajo. Estaba segura que el padre Marcos lo sabía todo, él debía saber qué había sucedido con él viejo.

 

Efectivamente, a la vuelta, comprobé mi teoría, el sacerdote lo sabía todo. Tuve que esperar a que terminara su homilía, la cual agradezco haber oído, para poder hablar con él y satisfacer mi curiosidad.

 

Cuando mencionó que aún las personas pobres como yo podían ser generosas y ayudar a los demás, sentí que todo mi ser tembló. Me hizo pensar que tengo mucho tiempo libre para oír a aquellos que sufrían de tristeza y soledad, pero simplemente, no lo hacía, porque era más fácil para mí excusarme detrás de mi precariedad.




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