Una en un millón.

Bienvenida a nuestro mundo

Abro los ojos en cuanto creo que dormí lo suficiente. Bostezo cansada, estiro un poco los brazos y me estiro para alcanzar mi teléfono que descansa en la mesita contigua a la cama. 9:35 am. Dejo caer la cabeza sobre la almohada con pereza recordando fragmentos de el sueño que había tenido. Me incorporo lentamente dejando que las sábanas de seda se escurran por mi torso. Al cabo de treinta minutos, vestida y aseada me detengo frente al espejo meditando sobre mi atuendo. No creo que un típico vestido veraniego desentone con el aire elegante de la mansión. El vestido beige decorado con pequeñas vetas oscuras, se amarra a la cintura lo que le aportaba un aire elegante y descontracturado a la vez. Sonrío complacida antes de salir hacia el pasillo. La puerta se cierra detrás de mi con un pequeño golpe, todo lo contrario a la puerta que se cerró al final del pasillo con un estruendo. Me volteo con la mano en el pecho para ver a Leyre recogiendo unos papeles que se le habían caído al suelo. Sin dudar un segundo, me acerco hacia ella en un intento por ayudarla, a lo que responde con un sobresalto.

— Lo siento, no quería asustarte.

La chica me observa de reojo un momento antes de recoger rápidamente sus pertenencias sin darme tiempo siquiera a recoger una hoja. No hace contacto visual ni por un segundo, acción que me desconcierta pero no digo nada que no me corresponda. Con los brazos cargados de hojas arrugadas, Leyre se apresura a salir del pasillo recorriendo el camino que yo había hecho previamente. Sorprendida ante el comportamiento de la chica, me quedo un segundo meditando qué había ocurrido. Despejo mi mente con una leve sacudida de la cabeza y me dispongo a abandonar el pasillo a paso rápido en un intento de alcanzar a la chica. Al llegar al borde de la escalera veo como Leyre intenta recoger las hojas rápidamente ya que se le habían caído nuevamente. Apurándome lo máximo posible, comienzo a decender por las escaleras.

— ¡Leyre!

En cuanto levanta los ojos hacia mi noto un deje de pánico en los mismos. Inquieta, aumento la velocidad.

— ¡Leyre espera!

La chica recoge la última hoja de papel que cubre el suelo y se aleja rápidamente. Debí haber previsto que mi vestido era demasiado largo como para correr escaleras abajo, pero no lo hice. Al llegar al penúltimo escalón mis pies se enredan con el vestido provocando que caiga de bruces contra el fino piso recién encerado. No pude detener la caída bajo ninguna circunstancia por lo que, en cuanto separo el rostro del piso, una mancha roja procedente de mi nariz decoraba el mismo. Me duele todo el cuerpo: los brazos, las rodillas me temblaban, siento un hormigueo en todo el rostro. Intento incorporarme utilizando los brazos, hasta quedar de rodillas, sentada sobre mis pantorrillas. Las palmas de las manos me arden, al igual que las rodillas. Bajo la mirada hacia dichas zonas encontrándome con las mismas coloradas. Justo sobre el hilo de sangre se detienen un par de pies. Cierro los ojos un momento meditando el fracaso en que me había convertido. Levanto la vista encontrándome con Frank Glem quien me observa por encima de sus lentes de sol, con aire curioso pero divertido.

— ¿Qué le ha pasado esta vez, señorita Valls?

— Buen día para ti también, Frank.

El abogado estira un brazo hacia mi y no dudo en tomarlo. Con cierta dificultad me pongo de pie. Las piernas me flaquean y, por poco, termino en el piso nuevamente, pero Frank, atento a mi estado, me sujeta por los codos.

— ¿Has saltado? — pregunta el abogado desviando la vista hacia la parte más alta de las escaleras.

— Si, no ha sido una buena idea, ¿no?

La sonrisa de Frank amenaza con desaparecer por un momento, pero entiende rápidamente el sarcasmo.

— ¿Cómo me veo? — intento sonreír aún ya que el hormigueo se había transformado en un dolor sordo.

— Estupendamente. Luces tal cual Carrie al salir del baile de graduación.

Sonrío secamente entendiendo la referencia. Sin darme cuenta había pasado el antebrazo por la sangre de la nariz, y la había desparramado por todos lados.

— Sígame — pronuncia con firmeza. Me desconcierta al dirigirse al lado contrario al pasillo que lleva a su despacho. Nos alejamos de las escaleras en dirección al patio. Unos pasos antes de llegar a las puertas de vidrio, Frank se desvía a la derecha por un estrecho pasillo que lleva a una única puerta. — Allí hay un baño.

Asiento antes sus palabras, cruzo por su lado y sigo por el pasillo hasta la puerta. Golpeo con los nudillos para asegurarme de que está vacío, y luego entro. El baño de mi habitación es elegante y de buen gusto, pero este superaba todas las expectativas. El blanco es deslumbrante, los lavabos sobresalen de la zona de mármol blanco. El espejo, enorme, ocupa prácticamente toda la pared. Hacia la derecha del lavabo, frente a la puerta hay un pequeño cubículo similar a los que hay en baños públicos pero mucho más elegante. Observo mi reflejo disgustada. Tengo sangre hasta en la frente. Busco en los gabinetes bajo el lavabo por si encuentro algunas toallitas húmedas. Efectivamente, se encuentran en el fondo. El simple movimiento de flexionar las rodillas me produce bastante dolor. Sin prisa alguna, limpio los restos de sangre y de mi estupidez.

Salgo del baño para encontrarme con la nada. Frank no está a la vista. Recorro el pasillo y luego me desvío hacia las puertas de vidrio. A través de la misma puedo ver a Frank sentado de espaldas en uno de los sillones que decoran el jardín. Frente a él se encuentra Roser con mirada cansada y severa. Abro las puertas sin hacer ruido, y me dispongo a unirme a la reunión.

— Buenos días, Lydia.

Asiento con la cabeza a modo de saludo. Tomo asiento junto a Frank quien, con sus lentes sobre el puente de la nariz, lee con atención un documento.

— ¿Saben qué le pasa a Leyre? — pregunto en voz alta. Ninguno de los dos se inmuta por lo que repito la pregunta.




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