Una en un millón.

El mejor día de su vida

Cierro la puerta detrás de mi en cuanto Leyre pone un pie dentro de la habitación. Asombrada recorre la habitación con la mirada y esboza una sonrisa.

— ¿Cómo es tu habitación? — pregunto mientras me dispongo a revolver la ropa que se encuentra en mi armario.

— Difinitivamente, nada parecida a esta.

Arrugo el ceño ante sus palabras. — ¿Qué tiene de diferente?

— El color, la biblioteca, todo los artefactos electrónicos.

— ¿Te gusta leer? — inquiero mientras sorteo entre varios vestidos ubicados en perchas. Saco uno de color negro, lo coloco sobre mi cuerpo y me miro al espejo. Lo arrojo sobre la cama.

— Si, bastante pero no tengo mucho tiempo para hacerlo. — Toma asiento en la cama y comienza a observar, curiosa, las prendas que allí están. — A decir verdad, no me dejan tener libros.

Sorprendida, me volteo hacia Leyre quien mantiene la vista en los vestidos. No me sorprende el hecho de que no tenga libros, no todos los tienen. Sí me molestan las reglas a las que deben atenerse para tener un trabajo aquí dentro. Pero a ella no parece alterarle lo grave de la situación.

— Puedes venir a leer aquí cuantas veces quieras, Leyre.

— ¿Puedo? — pregunta con un leve brillo en los ojos.

— Si, por supuesto. La mayoría de estos ya los he leído. Puedes llevártelos o venir aquí.

— No creo que sea una buena idea, pero gracias.

Me muerdo la lengua para no emitir ninguna palabra. No puedo seguir haciendo comentarios sobre la forma en la que ella vive o trabaja si no puedo hacer nada al respecto. Por el momento. Abandono el armario en cuanto me doy cuenta que hay vestimenta suficiente sobre en la cama.

— Elige uno — comento caminando hacia ella.

Sopesa la idea de cual de los dos vestidos que tiene en las manos es más de su agrado: el rojo ceñido en la cintura o el beige de manga globo de encaje.

— No lo sé, Stella. Me gustan los dos.

La observo a través del reflejo del espejo, mientras me dispongo a elegir un vestido para mi. Sostengo uno de color verde esmeralda de seda que llega apenas por debajo de las rodillas. ¡Me encanta!

— Pruébatelos.

No comenta nada al respecto, sujeta ambas prendas y se dirije al baño a cambiarse. Yo me quito la ropa del día para enseguida colocarme el vestido previamente seleccionado y, para mis sorpresa, me gusta aún más. Me recojo el cabello en una media cola y me coloco un poco de maquillaje básico. Al cabo de diez minutos Leyre asoma la cabeza por la puerta del baño.

— ¿Qué pasa? — pregunto mientras me pongo de pie.

— ¿Estás lista? — responde con tono divertido.

Asiento entusiasmada. Leyre pone un pie fuera de la habitación con una sonrisa que ocupan prácticamente todo su rostro. Eligió el vestido beige el cual le sienta espectacular.

— Wow, Leyre — comento mientras corro a su lado. De pie frente al espejo, le acomodo el cabello dejándoselo suelo, diferente a como suele usarlo. — Irreconocible — le afirmo con una sonrisa.

— Gracias, Stella, por dejarme ser otra persona aunque sea por un momento.

— No tienes por qué dar las gracias. Yo no he hecho nada. Y con respecto a lo otro — comento con suspenso — no se termina aquí.

— ¿A qué te refieres?

No contesto a su pregunta. En su lugar, la sujeto del brazo arrastrándola hacia el pasillo oscuro, no sin antes decirle que se mantenga en silencio. En puntas de pie, bajamos las escaleras. Nadie se encuentra por los alrededores. El pasillo que da hacia la oficina de Maeyls está oscuro, como de costumbre. La puerta que lleva hacia la oficina del abogado está cerrada. Sin soltar el brazo de la chica, camino hacia la enorme puerta de madera que da hacia el jardín principal. Al llegar a ella, tanteo el pomo imaginando una nueva forma de salir en caso de que estuviera cerrada pero, para mi sorpresa, no lo está. Sonrío a Leyre en cuanto estamos del otro lado.

— ¡Alto ahí! — se esucha un grito proveniente de una mujer. Maldigo en voz baja. — ¡Volteénse! — grita la misma voz. Me volteo lentamente con las manos sobre mi cabeza. Leyre permanece estática en su lugar. Veo como la guardia me apunta con un arma. Confundida, la mujer amaga bajar el arma pero se mantiene firme con los brazos a noventa grados del cuerpo. — ¿Qué están haciendo?

Muevo lentamente la cabeza encontrándome con Leyre aún de espalda. Para su alivio, la guardia no parece estar prestándole atención. Me pongo de pie en una postura firme, y cruzo los brazos a la altura del pecho.

— Estamos por saliendo. Es sábado a la noche. ¿A caso nadie sale en esta casa?

— Señorita Valls — murmura sin quitarme los ojos de encima. — No podemos dejarla salir de la mansión. Lo siento.

Indignada, doy un paso al frente. — ¿Quién dio tan infame orden?

— El señor Murphy.

¿Por qué haría eso? Arqueo las cejas aún sin querer apartar la mirada. La mujer me parecía conocida, pero no es hasta este momento en que me doy cuenta quién es: la guardia que me revisó la primera vez que puse un pie dentro de la mansión. No pasó mucho tiempo, pero ella está indudablemente diferente.

— ¿Es esto una cárcel? — indago haciendo un ademán que abarca toda la casa. — Hasta donde yo sé, no lo es, por lo tanto puedo entrar y salir cuántas veces me plazca.

No quiero recurri al argumento de que pronto seré su esposa. Todos los saben, y los que no, lo suponen. Después de todo lo que hicimos, no me volveré con la cabeza gacha.

— Lo siento. Sólo sigo órdenes. Y no debe salir de la casa, y menos sin compañía — recita la mujer sin miras de bajar el arma. Mi vista viaja del arma hacia su rostro unas cuantas veces. Ella parece darse cuenta de mi incomodidad y con un asentimiento de disculpa, la enfunda en su cintura.

— No me interesa quiénes dicen que puedo o no hacer en esta casa. Lo que si sé, es que puedo salir. Es más, lo haré en este mismo momento. — Sujeto a Leyre de la muñeca y juntas caminamos hacia la salida. Boquiabierta, la guardia queda de pie en el mismo sitio.




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