Una en un millón.

De visitante y de paciente

Me levanto en un santiamén y bajo las escaleras en busca de algo para desayunar o simplemente para calmar los nervios que poco a poco acaban con mi estómago. Comienzo a engullir las sobras de la cena anterior (varias porciones de tartas) cuando de repente oigo que alguien abre la puerta golpeandola estrepitósamente contra la pared. Con el sobresalto, inesperadamente la porción de tarta de puerro se aloja en mi garganta cerrándole el paso al aire. En pocas palabras: me estoy mueriendo. Instintivamente, llevo las manos a la garganta y comienzo a hacer presión con el diafragma en un intento de expulsar la comida. Mis piernas fallan; mis rodillas impactan contra el suelo; los ojos comienzan a llenarseme de lágrimas. Obviamente debí tirar algo al piso, o arrastrarme hasta estar en el campo de visión de la persona que, muy a su pesar, va a provocar mi muerte, pero es fácil pensarlo cuando no tienes algo cortándote el aliento y, por ende, matando las pocas neuronas aún vivas en tu mente.

— Debí saberlo — comenta Frank llenándo la cafetera de agua. — ¿Quién más estaría arrodillada frente a la heladera comiendo sobras? ¡Por supuesto que tu! — Suelta una risa burlona. La mesa central que ocupa gran parte de la cocina impide que me vea allí luchando por mi vida. — ¿Terminaste de pensar en lo que vas a decir para disculparte con el pobre hombre? Stella, se que estás ahí. No sirve de nada esconderte. — Haciendo un último esfuerzo, retiro la mano de mi cuello y lentamente la apoyo en el borde de la mesa en un intento de llamar su atención pero al parecer está de espaldas ya que no acude a mi llamado. Siento como la vida se escurre lentamente entre mis dedos: me duele la cabeza, me arde la garganta y las señales emitidas por mi cerebro se hacen intermitentes. Intento aferrarme a la vida como sea, por lo que en la desesperación y al darme cuenta de que estoy a punto de abandonar este mundo sin llegar a conocerlo realmente, estiro el brazo y estrello el plato de la tarta contra el suelo.

— ¡Stella! Se está muriendo, Frank.

Siento como unos brazos me envuelven e intentan tirar de mi hacia arriba pero mi cuerpo se resiste a despegarse del suelo.

— De seguro lo finge para no tener que ir al hospital.

— ¡No! ¡Está ahogandose de verdad! La que terminará en el hospital es ella.

Frank se acerca lentamente ya que aún duda de la credibilidad de mis actos, pero en cuanto me ve allí asfixiandome, me sujeta por debajo de ambos brazos para apartarme de los de Roser, coloca sus manos en puño en la zona del diafragma y presiona. Una, dos, tres veces hasta que la comida sale despedida hasta los pies de Roser quien finge no sentir asco para no hacerme sentir mal.

— ¡Por Dios, Stella! — se lamenta Frank quitándome suavemente el pelo de la cara. — ¿Estás bien? — Su vista recorre mi rostro como si acabara de ser atacada por un oso con garras particularmente afiladas.

— Creo que... no podré... ir a disculparme.

Debí poner un poco más de empeño porque claramente Frank no se la creyó.

— Levantate, Stella. Debes ir a disculparte. — Su tono cambió radicalmente: se ha enfadado.

— ¿Es que no puedo tener un casi luto tranquila?

— No, no puedes. Y piensate bien las cosas antes de hacerlas y no tendrás que hacer algo que no quieras.

Roser se acerca a mi, pone su brazo bajo los mios y tira de mi hasta dejarme en pie. Me dirijo hacia las escaleras, no antes de limpiar el piso, y subo hacia mi habitación.

— ¿Puedes subir sola? — me pregunta.

— Si, por supuesto.

Sonríe y se aleja tras los pasos de Frank. Me tomo un segundo para reflexionar: claramente mi verdadera muerta está cerca; Roser es amable conmigo y Frank temió verme muerta. Decido no subir a mi habitación. Salgo por la puerta principal y, en vez de dirigirme a la derecha hacia la zona de la piscina y el jardín, me dirijo hacia la izquierda, zona que no he visitado aún. Los guardias me saludan en cuanto me ven pero no hacen preguntas ni me observan furtivamente como si lo hicieron los primeros días de mi estancia aquí. Llego a la esquina y la rodeo. La zona está rodeada por una muralla natural: altas paredes verdes por todos lados. Sigo mi camino procurando no ser vista, hasta llegar a la inconfundible ventana de Frank. Me agacho lo más que puedo y me acerco en cuclillas.

— No lo puedo creer — susurra Roser con voz burlona.

— Son invenciones tuyas, Roser. No sé de dónde has sacado el don de los chistes.

— Lo que dije no tiene gracia, ¿pero sabés qué si lo tiene? Tu. Has caído completamente.

Veo a Frank acercarse a la ventana. Observo para todos lados en busca de un lugar donde esconderme pero no hay nada cerca por lo que me dejo caer con la espalda pegada al piso. Puedo ver su mano apoyada en el alfeizar.

— No he caido en nada y agradecería que no estés divulgando tales invenciones.

— No son invenciones, son hechos. He visto como la miras, y he notado que mágicamente apareces siempre en cada lugar en dónde está. No me digas que eso es coincidencia.

El abogado hace una pausa. Puedo oir su respiración agitada.

— ¡Y qué si es cierto! Es inteligente, divertida y tiene un don para los problemas que me resulta bastante atractivo. A llegado de imprevisto y... Pero está obsesionada contigo.

— Pero yo no estoy disponible, ¿recuerdas? No puedo tener las dos cosas al mismo tiempo.

Frank suelta un suspiro y se aleja de la ventana. Aprovecho el momento para alejarme sin hacer ruido. En cuanto giro en la esquina de la casa, corro hasta estar resguardada en mi habitación. Leyre está sentada leyendo. Levanta la vista al verme y queda boquiabierta.

— ¿Qué te ha pasado?

— De todo en los últimos diez minutos.

Le cuento brevemente la escena de mi casi muerte y cómo espié a los chicos mientras hablaban en el despacho del abogado. Leyre me observa con atención.

— ¿Y qué descubriste? — inquiere.




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