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En esa ocasión, el Dr. Solís abriría la cabeza con una incisión de oreja a oreja como si fuera una diadema; bajaría el cuero cabelludo para dejar libre la frente y realizaría un corte rectangular del hueso para llegar al tumor.
En la fecha y hora indicadas ingresé a Karlo en el hospital Ángeles no sin antes dejar $100,000.00 de depósito inicial.
La diferencia entre un hospital privado y uno público es abismal. La atención es rápida y la información oportuna. En Picacho dedicaba mucho tiempo a trámites administrativos como sacar citas, esperar resultados de estudios y acudir al área de foráneos para recabar sellos o firmas, entre otros; en ocasiones el expediente o reporte no aparecían y me enviaban a cada área para seguirles el rastro si es que deseaba que fueran revisados con prontitud. En el Ángeles me hacían llegar todo a la mano.
Debo admitir que quedé impresionada con el tamaño y los muebles de la habitación que asignaron a Karlo la cual, dicho sea de paso, era la más modesta. Un mesero con planchados pantalones negros, camisa blanca de marga larga y corbata servía en una charola tapada con cúpula pulida la taza de té, el caldo desprovisto de sólidos y la gelatina sin color que eran los únicos alimentos indicados en su dieta. El sofá cama para el acompañante era grande y cómodo a diferencia del mini sillón en el que solía dormir en Picacho. Estoy consciente de que no es algo relevante pero tengo una anécdota al respecto.
En mi primer desayuno ahí, luego de despedir a Karlo en la antesala del quirófano, acudí al restaurante y cuando pusieron la carta en mis manos noté que había olvidado llevar suficiente dinero; pedí la promoción que incluía un café acompañado de una deliciosa dona glaseada color rosa. Mientras comía observé a gente refinada, mujeres rubias vestidas a la moda con peinados y uñas de salón y caballeros con trajes costosos. A mi lado pasó una alta mujer bellísima que robaba las miradas de los presentes. Cuando terminé, me dirigí al baño y a un lado del cubículo donde hacía mis necesidades con discreción, escuché escandalosos sonidos intestinales hidroaéreos que con seguridad causaban dolor a quien los emitía. Me lavé las manos con rapidez para brindarle un poco de privacidad pero ella salió y para mi sorpresa se trataba de la mujer que momentos antes catalogué como una modelo no terrenal. Se deshizo en disculpas argumentando que el stress de la situación la estaba matando y nuestros ojos se encontraron en una mirada que compartimos aquellos quienes conocemos el dolor y la desesperación.
Vi a algunos artistas, una conductora conocida pasó a mi lado con cara de angustia mientras su hija enferma de Lupus permanecía hospitalizada.
La operación duró alrededor de 10 horas. Ya era de noche cuando el Dr. Solís me mandó buscar y permitió que viera a Karlo aún dormido en la camilla cuando era trasladado a recuperación. Me pusieron una bata, guantes, gorra y algo para cubrir mis zapatos. Solís dijo que no era normal que entrara ahí pero quería asegurarse que estuviera tranquila y supiera que todo marchaba bien. Karlo estaba rapado totalmente de la cabeza y en vez de ojos parecía tener dos bolas gigantes cerradas que cubrían la mitad de su cara hinchada.
El doctor me explicó que quitó cuanto fue posible del tumor y liberó incluso lo que invadía los nervios ópticos; hizo todo lo que la ciencia le permitió. Me advirtió que a Karlo le habían dado 3 convulsiones seguidas pero que hasta cierto punto era normal ya que se habían tocado zonas delicadas del cerebro. Noté que hacía su mayor esfuerzo porque yo estuviera serena, como si quisiera redimirse de lo que había sucedido en el pasado.
Karlo estaría en terapia intensiva los dos días siguientes.
Cerca de medianoche compartí la sala común con familiares de pacientes graves quienes poco a poco extendieron sus colchonetas o sacos de dormir. Recordé que en el hospital de Pemex, en trabajo social, la gente se acostaba directamente en el piso o dormía en las sillas incómodas muy diferentes a esos elegantes sillones. Sin embargo la angustia en los rostros era parecida, las miradas similares. En el Ángeles escuché historias de gente que había gastado toda su fortuna por salvar a un ser querido. Dicen que la luz del sol deja paso a las sombras oscuras del pesimismo al marcharse. Algunos se hincaban y rezaban, otros lloraban en silencio. En esas circunstancias queda claro que no existen personas superiores a otras pues todos somos vulnerables y nadie está exento del dolor.
Cuando por fin estuve con Karlo en piso, sus ojos seguían tan hinchados que ni siquiera podía abrirlos; la piel de esa zona se veía amoratada aún con su piel oscura. Obviamente su visión era nula. Me volvió a pedir que atendiera sus necesidades básicas pues le apenaba que las enfermeras vieran su intimidad.
Quizá no debería contar esto, pero así ocurrió.
El cuarto día de recuperación se quejó de fuertes dolores en el vientre porque tenía una semana sin evacuar. Me pidió con urgencia que le pusiera el cómodo y suplicó que no dejara entrar a nadie. Así acostado, por fin logró vaciar sus intestinos pero era tal cantidad que el recipiente se llenó y desbordó antes de que pudiera parar provocando que escurriera por su cuerpo. Cuando terminó, rodaron unas lágrimas por su rostro y me pidió perdón. No encontré palabras para consolarlo. Al retirar el objeto me manché las manos y brazos. Lavé a Karlo de pies a cabeza y ya que hube colocado en el baño las sábanas y el cómodo, lo envolví en una toalla y pedí que entraran a limpiar. Me dio tristeza ser testigo de cómo una persona podía llegar a ese grado de vulnerabilidad ante la vida y rogué a Dios que le devolviera la salud.