Una EnseÑanza De Vida

CAPÍTULO 11

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Una doctora joven bastante hablantina nos acompañó en la ambulancia desde Picacho a la primera sesión de Acelerador Lineal en el hospital Ángeles. Ella y el otro doctor tardaron casi 2 horas en fijar la que sería el área a radiar, luego de eso el procedimiento duró 20 minutos. Al regreso la doctora no paraba de decir que yo le debía mucho por lo que estaba haciendo por mi esposo; hablaba y hablaba, bla bla bla; Karlo y yo nos veíamos tratando de contener la risa.

 

Cada día, después del tratamiento, acompañaba a Karlo hasta su cama y me iba a ver a  Ale. La bebé estaba próxima a cumplir un año y no gateaba ni caminaba. Cuando la bajaba encogía las piernas como si no quisiera tocar el piso. Me puse aprehensiva con la situación y lo comenté a Gerardo. Él me consiguió un pase para el Instituto Nacional de Pediatría donde hicieron a la niña algunos estudios y determinaron que estaba en perfecto estado, sin embargo necesitaba estimulación porque no había tenido oportunidad de desenvolverse en un ambiente apropiado. Habíamos llegado al departamento en la Cdmx siete meses antes, cuando ella tenía poco más de 4 meses y yo no la bajaba al suelo porque estaba cubierto de una alfombra mugrienta que nadie limpiaba y donde circulaban muchas personas a diario. El médico me indicó que no quitara el espacio a un niño que sí lo necesitara y llevara a mi hija a estimulación temprana, ya no tan temprana.

En ese hospital vi niños con enfermedades raras; un chiquillo con una especie de armazón en la parte interna y externa de la boca, una niña con yeso en las piernas completamente abiertas, otra con obesidad y los ojos saltones, un bebé con la piel pegada a los huesos y el cabello de anciano. Salí de ahí preguntándome por qué tanta injusticia en la vida.

 

Ale parecía nunca tener hambre y podía pasar horas sin comer. Le ofrecía, frutas, verduras, pollo o leche pero siempre las rechazaba; entonces opté por licuarlas y dárselas en biberón 3 veces al día. Ponía en su boca un chupón que la hacía dormir y hacía el cambio rápidamente; tardaba 40 minutos en acabarse cada bote pero era la única manera de que recibiera alimento porque repito, nunca quería comer mientras estaba despierta. Era una niña menudita muy lista y hablantina. A los 8 meses se apegó a una almohada con rayas que pertenecía al departamento y no la soltaba para nada; esa almohada aún la tiene hoy que es una hermosa joven. Cuando cumplió un año, su papá seguía hospitalizado llevando el tratamiento de Acelerador Lineal así que solo le compré un pingüino de chocolate al que puse una velita que sopló emocionada.

 

Mis tíos Franci y René llegaron desde Oaxaca a visitarnos y ser padrinos de Ale.

Después de las pláticas en una iglesia en forma de barco en Perisur, bautizamos a mi bebé en la religión católica en una rápida ceremonia.

Ese día pedí permiso en el hospital para que Ale visitara a su papá y él pudiera verla con el ropón que mi tía le había llevado.

Karlo se puso una gorra para cubrir la cicatriz en la cabeza y nos tomamos fotos sentados en la cama. Había subido de peso nuevamente y su piel continuaba oscureciéndose. De cualquier manera fue un día feliz.

 

 

Los 40 días de radiación transcurrieron con tranquilidad pues Karlo no tenía molestias importantes. Decía que con un ojo veía totalmente borroso y con el otro sólo una ranura en el centro pero la combinación de ambos le daba una mejor visión después de haber estado ciego; afirmó que si se quedaba así el resto de su vida se daría por bien servido.

Al terminar el tratamiento y como era costumbre lo enviaron a descansar un mes y medio así que nos fuimos a Ciudad del Carmen a una casa donde realmente habíamos vivido poco.

 

Las primeras dos semanas fueron tranquilas, él se sentía bastante bien, tomaba su dotación de medicamentos diarios, salíamos a caminar por las tardes llevando a Ale en su carriola y como siempre reinaba un ambiente de esperanza.

Hasta esa noche.

Decidimos ir a cenar hamburguesas en un lugar que nos encantaba. Karlo llevaba una alimentación sana sin embargo no tenía restricciones así que de vez en cuando podía darse un gusto. Desde que se sentía mejor había decidido manejar y yo no le veía mayor problema pues para él era una motivación hacer todo por sí mismo, como antes. Él conducía y yo iba a su lado con Ale dormida en mis brazos.

De repente soltó el volante y su cara se empezó a mover sola hacia su lado izquierdo de manera rápida y repetitiva; de su garganta salían sonidos guturales y gritos; sus ojos estaban en blanco y parecía que su cuerpo era recorrido por una descarga eléctrica. Mi reacción al darme cuenta que íbamos a chocar fue agarrar con una mano el volante y meter como pude el pie hacia el freno. La camioneta pegó a menor velocidad en una banqueta, un poste y se detuvo.

Supongo que fueron pocos minutos pero los sentí como horas. Gritaba como loca al ver a Karlo en ese estado; no sabía qué era eso, me preguntaba si así era una embolia o estaba muriendo.

Nunca en la vida me había asustado tanto; la bebé lloraba al escuchar mis gritos. Pedí a Dios que tuviera compasión de él y detuviera ese martirio.

Cuando al fin paró, su cuerpo quedó rígido y con la boca llena de espuma. Yo no sabía si estaba vivo o muerto así que salí de la camioneta con la bebé en bazos. Entré en una farmacia que estaba en el lugar; los curiosos ya estaban rodeando el vehículo chocado en el poste diciendo que seguramente el conductor estaba ebrio y se había dormido. En la farmacia expliqué como pude y pedí prestado el teléfono. Estaban ahí Alonso King y su esposa Anita, unos chicos conocidos de la universidad que tomaron a mi bebé y me calmaron, llamaron a la ambulancia de Pemex y a mi mamá. Las empleadas me sentaron y me ofrecieron un algodón con alcohol para que oliera.




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