Una esposa bajo contrato

Capítulo 1: Silencio Blanco: uno, dos, tres.

A veces me sorprendo contando los segundos entre cada pitido del monitor.
Uno… dos… tres…
Una pausa larga.
Cuatro.

No sé por qué lo hago. Tal vez es una manera tonta de asegurarme de que su corazón todavía late. O quizás porque, si me concentro en eso, no pienso en lo que realmente me aterra: que un día deje de sonar.

—¿Irina? —la voz suave de la enfermera me arranca del trance—. ¿Quieres un café?

Niego con la cabeza. Ya perdí la cuenta de cuántas tazas he rechazado esta semana. O de cuántas noches llevo aquí sentada, en esta misma silla junto a la cama blanca que parece más una camilla de despedida que un lugar de sanación.

Mamá duerme. Su piel, antes tersa y llena de color, ahora parece una sábana estirada. Hay un temblor leve en sus dedos, como si incluso soñar le costara energía. Su cabello, que solía recoger con gracia mientras enseñaba en la universidad, se ha ido apagando igual que su voz: poco a poco, sin que nadie pueda detenerlo.

Mi madre. Sunilka Sloan. Profesora de lenguas romances. Una mujer brillante, exigente, dulce y de carácter de acero. Ha sido madre y padre para mí toda la vida. Siempre fuimos ella y yo contra el mundo. Y verla así… verla reducida a huesos frágiles y suspiros bajos, me rompe el alma cada maldito día.

—Tiene veintitrés años, no debería estar pasando por esto —escuché decir una vez a una enfermera cuando creía que no la oía.

Tal vez tiene razón. Pero la vida nunca me preguntó qué quería. Solo me lanzó a esto.

Respiro hondo y bajo la mirada hacia mis uñas. El esmalte blanco sigue intacto. Me rehúso a dejar de pintarlas. Es una promesa silenciosa: si conservo una parte de mí, aunque sea pequeña, podré seguir de pie. Aunque por dentro me esté desmoronando.

Mis días se repiten como un mal ciclo. Mañana temprano estaré con mis niños en el kínder. Fingiré que todo está bien, que la señorita Irina es feliz, que sus abrazos me salvan… y luego correré de vuelta al hospital, con los mismos zapatos desgastados, el mismo vestido de flores pálidas y la misma mochila que cada día pesa más con papeles, deudas, facturas, promesas.

—¿Está bien tu madre hoy? —me preguntó ayer una de las madres del colegio.

No supe qué decir. ¿Cómo se responde a eso cuando tu mundo se cae a pedazos, pero aún tienes que sonreír? Solo dije que sí, que estaba estable. Esa palabra es tan mentirosa como necesaria.
Estable.
Estable no es mejorar. Es flotar en la nada, mientras cada semana los médicos bajan un poco más la cabeza cuando te hablan. Estable es una forma de decir: no se ha muerto todavía.

Hace dos años mamá dejó de enseñar. Le costaba subir las escaleras, mantenerse en pie, recordar palabras en medio de una oración. Yo la notaba. Claro que sí. Pero ella insistía en que era estrés, agotamiento, “cosas de la edad”.

Cincuenta años.
Cincuenta.
Es tan joven para morir…

Una lágrima me pica la garganta, pero no la dejo salir. Me la trago. Como tantas otras.

—Irina... —su voz rasposa me llama desde la cama.

Me acerco de inmediato y le tomo la mano. La suya está tibia, débil, como si el mundo pesara demasiado.

—Estoy aquí, mami.

Me sonríe con los labios resecos, apenas levantando la comisura izquierda.

—¿Dormiste algo?

—Claro. Dormí como una piedra —miento, como siempre.

Ella asiente, aunque sé que no me cree. Siempre ha sido buena para leerme la cara. Yo, en cambio, intento no leer la suya. No quiero ver el miedo que a veces se esconde tras esa fuerza que aún intenta fingir para no preocuparme.

—Hoy soñé contigo —dice de pronto, mirando el techo—. Tenías tres años. Estabas jugando a ser maestra con tus muñecas. Les leías en francés. ¡En francés! Con ese acento que yo te enseñé.

Sonrío, aunque me duele.

—Siempre quise ser como tú.

—No, hija. Tú eres mejor que yo. Tú… tú eres luz. Eres todo lo que soñé. Me odio a mi msima por alejarte de todos y acostumbrarnos a solo ser tu y yo.

Aprieto su mano con más fuerza, como si con eso pudiera sujetarla al mundo. Como si eso bastara para espantar a la muerte.

—No digas esas cosas —le susurro—. Vas a ponerte bien. Vamos a salir de esta. Ya verás. Estamos bien solas tu y yo.

—Irina…

—Mami, por favor.

La leucemia es un tipo de cáncer de la sangre y de la médula ósea que afecta la producción de glóbulos blancos.

En estos dos años ya hemos ido a Estados Unidos, y le han hecho terapia dirigida y dos ciclos de quimioterapia. Leucemia Mieloide Aguda. Todo lo que he hecho en este tiempo ha sido leer y leer sobre esta desgraciada enfermedad. Ha pasado por tratamientos con remisiones parciales, pero no definitivas. La situación es grave, pero no terminal. Me niego a que lo sea. Hay esperanza… aunque también hay agotamiento físico, económico y emocional.

La verdad es que no sé cómo lo estoy pagando. Cada sesión de quimio, cada medicamento, cada análisis… no tengo idea de dónde saco el dinero. A veces pienso que si dejo de dormir, si trabajo más horas, si dejo de comer, podré cubrirlo todo.

Pero la realidad es que no alcanza.
Nada alcanza.
Y la casa… la hipotecamos otra vez. A escondidas. No se lo he dicho. No quiero que se culpe.

Si no consigo dinero pronto, la perderemos. ¿Y entonces? ¿Dónde vivirá ella cuando le den el alta?
¿Si es que le dan el alta?

Miro el suelo. Lo detesto. Frío, blanco, estéril. Como este lugar.

Quisiera que todo fuera como antes. Cuando los sábados en casa olían a pan con mantequilla y a la voz de mi madre cantando en italiano. Cuando yo jugaba a corregir las tareas de sus alumnos. Cuando los domingos eran para leer juntas en el balcón, y la única preocupación era que se nos acabara el té.

—Tienes ojeras —murmura ella, mirándome con ternura.

—Moda nueva —le digo, forzando una sonrisa.

Ella ríe, aunque es más un suspiro con sonido que una carcajada. Pero me basta. Porque por un momento… por ese pequeñísimo instante… vuelve a ser ella.




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