Una esposa para el rey

Capítulo 3: ¿Tenemos un trato?

Horas después, un pequeño compartimento a los pies de puerta de la celda se abrió y una mano gorda y agrietada introdujo un plato con comida. Ni siquiera me acerqué a ver qué era, no podía comer con el malestar que sentía. Seguí inmersa en mis pensamientos, ¿cómo estaría Astrid? ¿Quién era la otra persona que tenían prisionera? Seguro Astrid estaba tan mal como yo y pronto ambas compartiríamos el destino de nuestros ayudantes. ¿Por qué no nos mataron de una vez como a ellos? Tal vez planeaban torturarnos antes de morir. No deje de temblar hasta que el cansancio me venció y caí en un sueño inquieto.

 

Vi al búho blanco del jardín, todo era difuso menos él, los objetos que me rodeaban parecían hechos de algodón y solo el búho tenía una forma definida. Me hablaba. El búho se metió a mi cabeza y podía escuchar lo que pensaba, como si nos comunicáramos por telepatía. En sus pensamientos vi que me quería y deseaba que no lo abandonara.

 

Me despertó el ruido de la cerradura, me incorporé, pero nadie entró. Tenía dolor de cabeza de tanto llorar, recargué mi frente sobre mis rodillas y de pronto escuché nuevamente un ruido, pero esta vez dentro de la celda. Al voltear descubrí con horror que el Rey de los Duendes se encontraba en una esquina con los bazos cruzados sobre el pecho, su espalda recargada contra la pared con aire despreocupado como si fuera un chico esperando el camión en la parada tras un largo día de trabajo.

—¿Así qué no te gusta mi comida? —preguntó con voz burlona mirando el plato que estaba intacto cerca de la entrada.

Miré hacia la puerta, ¿cómo pudo entrar a la celda sin abrirla?

—¿Te gusta mi calabozo? —volvió a preguntar y comenzó a caminar hacia mí con paso lento. Se detuvo a pocos pasos de mí sin dejar de observarme—. ¿Ahora eres muda? —preguntó con una sonrisa socarrona.

—No —contesté en un susurro, tenía la boca seca y los huesos calados de miedo.

—No importa, prefiero el silencio a esa boba que no deja de gritar y berrear.

—¿Astrid? —el corazón me dio un vuelco— ¿Dónde está?

—Aquí en mi calabozo, es realmente molesta esa amiga tuya, está histérica, no hay manera de hacerla entrar en razón.

—Por favor, no le haga daño, ella no es mala. Acabamos aquí por accidente, no teníamos intención de molestar a nadie —dije suplicante.

—Y, sin embargo, perturban mi reino y ponen en mi contra a mis súbditos —contestó el rey en tono de mofa.

—Eso no fue nuestra culpa. Sí los tratara mejor tal vez ellos le serían leales.

Me arrepentí en ese mismo instante de mis palabras. ¿Qué estaba pensando al provocar a ese hombre malvado? Quise retractarme, pero luego pensé que, si de todas formas iba a matarme, no importaba que le dijera lo que pensaba.

Para mi sorpresa, el rey soltó una sonora carcajada.

—¿Y tú crees que puedes enseñarme cómo tratarlos mejor? Esto sí es inaudito: no solo entras a mi bosque y perturbas mi paz, ¿ahora quieres enseñarme a gobernar mi reino?

El hecho de que mi comentario le causara tanta gracia me hizo aborrecerlo aún más.

—Todos le temen —acusé mientras lo miraba con desaprobación.

—Y tú, Annabelle, ¿me temes?

Ya no se reía, me miraba de nuevo fijamente. No recordaba haberle dicho mi nombre, sin embargo, con tantos espías pudo haberse enterado con facilidad. Bajé la mirada, mi racha de valentía se había terminado, la verdad era que, aún más que odio o atracción, ese hombre me provocaba miedo.

—Sí —respondí, aún con la mirada gacha.

Cuando alcé la vista, el rey ya se había ido. Volví a quedarme sola con mis pensamientos, mi miedo y mi culpa.

 

Conforme pasaban las horas, me iba poniendo más y más inquieta, caminaba de un lado a otro de mi celda, contaba los ladrillos de las paredes y los barrotes de la pequeña ventana, intenté asomarme para ver cómo era el exterior, pero no logré alcanzarla. Se hizo de noche, me acosté en el suelo temblando de frío y miedo. No sé cuánto tiempo me tomó quedarme dormida, pero en mis sueños estaba el búho de nuevo.

Desperté poco antes del amanecer, me dolía todo el cuerpo y tenía mucha hambre. Me quedé tumbada sobre el suelo pues no había otra cosa que hacer. Permanecí en esa posición hasta que la pequeña puerta se abrió, horas después, con un nuevo plato de comida. Esta vez no lo desprecié.

El día transcurrió sin que nada pasara, estaba desesperada. La culpabilidad por la muerte de Hoyt y la preocupación por Astrid y mi vida eran todo en lo que pensaba. Si continuaba así no tardaría en volverme loca.

Al anochecer, escuché como la puerta se abría, esta vez no había truco, ni magia, era uno de los hombres que había estado en el bosque, el de cabello negro ondulado y semblante amigable, traía comida y una manta.

—Tome, señorita, le he traído esto; las celdas son muy frías. Pasar una noche aquí no debe ser fácil, menos para una jovencita —dijo mientras me ofrecía la manta.

La tomé sin decir palabra y me cubrí con ella.

—Mi nombre es Nicolás Gil —se presentó con una sonrisa.




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