Una esposa para el rey

Capítulo 25: Tambores

La noticia de la abolición de los trabajos forzados causo reacciones agridulces en la población. El rey recibió muchas quejas, pero las ignoró todas. Yo, en cambio, recibí agradecimientos y felicitaciones incansablemente. Esteldor había dejado muy claro al proclamar la abolición que quien lo había hecho posible había sido yo y eso me ganó el cariño de muchos en el reino.

A la semana siguiente volví a la ciudad, estaba entusiasmada con mi nueva misión de mejorar al reino. Esta vez conocí aún más gente y más situaciones que necesitaban ser atendidas. Después de un par de horas recorriendo las calles caí en cuenta de un lejano estruendo que se iba apoderando poco a poco del ambiente, al principio el sonido había sido un simple zumbido y lentamente había crecido hasta opacar por completo los ruidos cotidianos de Encenard. Era el sonido de miles de tambores a lo lejos, sonaban al unísono, amenazantes en un ritmo constante como una marcha de guerra y esporádicamente eran acompañados de cuernos. El ruido se volvió tan intenso que lo podía sentir retumbar en mi cuerpo como si estuviera en el centro de un campo de batalla. No sabía de dónde provenía aquel estruendo ni qué significaba, pero me infundió terror. Todos a mi alrededor se agitaron, en cuestión de segundos la ciudad cayó en un estado de pánico aún más exagerado que el día del gran incendio. Los habitantes salieron de sus casas y tiendas sobrecogidos por la incertidumbre. Kyra me tomó de la mano.

—Su Majestad… —su voz temblaba.

A mi alrededor todos corrían sin sentido, tiraban lo que tuvieran en las manos para no perder velocidad, se empujaban, algunos humanos pateaban a los duendes que se cruzaban en su camino y todos gritaban. Había quienes lloraban histéricos y otros que buscaban algún escondite como si estuviéramos siendo invadidos. Escuchamos cristales romperse, tres duendes destruyeron la vitrina de una tienda de listones. Encenard había perdido el control de sí, nadie tenía la menor idea de qué estaba sucediendo, pero todos tenían miedo. Kyra y yo permanecimos agarradas de las manos pues la incertidumbre no nos permitía movernos, estábamos atrapadas en medio de un gentío alborotado. Minutos después, la carroza que nos había traído llegó a toda velocidad a nuestro encuentro.

—Su Majestad, ¡suba! Debemos llevarla al castillo —gritó Byru, el duende chofer.

Subimos lo más aprisa posible y después nos pusimos en marcha esquivando a la muchedumbre neurótica. En cada calle que recorríamos se podía apreciar el mismo escenario de desesperación.

Al llegar al castillo, Esteldor corrió a mi encuentro en el patio de entrada.

—¡¿Estás bien?! —preguntó agitado y me abrazó en cuanto descendí del carruaje.

Me quedé inmóvil por un instante, no entendía a mi esposo, pasaba de la más absoluta indiferencia a parecer tan preocupado por mí como si su vida dependiese de mi bienestar.

—Sí… ¿qué es ese ruido? ¿Qué está sucediendo? —pregunté temerosa.

Lo abracé de vuelta con todas mis fuerzas, no quería soltarlo por nada del mundo, como si solo en él pudiera encontrar la seguridad que necesitaba con tanta urgencia. Esteldor me alejó tiernamente de sus brazos y se agachó hasta quedar a mi altura.

—Tranquila. Ven conmigo.

Me tomó de la mano y caminamos juntos hasta el Salón del Trono. Ahí nos esperaban cuatro caballeros.

—Sus Majestades —saludaron presurosamente al vernos entrar.

—Annabelle, toma asiento ahí —me ordenó Esteldor y señaló un sillón de terciopelo escarlata pegado a la pared de la izquierda.

Sin decir una palabra, hice lo que me indicó. Los caballeros tomaron sus lugares y comenzaron a hablar entre ellos.

—Son los  Pors, no cabe duda —declaró Lucas, muy seguro de sí mismo.

—¿Y qué quieren? ¿Amenizar la tarde tocando música? —preguntó Rodric sarcásticamente.

—¿Cuántos deben ser para que el ruido llegue desde fuera del bosque hasta acá? ¡Deben ser miles y miles! —exclamó Julian, quien se veía sumamente consternado.

—Tendremos todas las respuestas en cuanto Otelo y Teodoro regresen de la frontera —intervino Nicolás, intentando calmar a su amigo.

—Si regresan… —masculló Rodric.

—¡Basta de decir estupideces! —gritó Esteldor y le dio un puñetazo a su escritorio.

—Lo siento, Su Majestad —se disculpó Rodric.

—Esto no es más que otro de sus intentos para asustarnos, justo como el incendio. No sé por qué son todos tan estúpidos y dejan que el caos reine la ciudad. ¡Maldita sea! ¿Por qué no entienden que los Pors no pueden entrar a Encenard? ¡Son unos imbéciles! Si los Pors quieren tocar música para nosotros ¡que lo hagan! Ya veremos quién se cansa primero.

Esteldor estaba verdaderamente alterado, bufaba al hablar y sus manos temblaban a consecuencia de la rabia.

—Tiene razón, Su Majestad, pero los comunes no entienden. Si desea, en este mismo momento iré a la ciudad a poner orden —ofreció Nicolás y colocó su mano sobre el hombro del rey. Esteldor pareció apaciguarse un poco, como si su amigo le transfiriera paz.

—Lleva a Rodric contigo. Digan que por decreto mío cualquier humano y no-humano entrando en pánico será castigado con todo un año de trabajos forzados sin descanso. ¡La estupidez no es tolerada en mi reino!




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