Una esposa para el rey

Capítulo 32: Draco Mondragón

Desafortunadamente, nuestra pequeña escapada llegó a su fin, de regreso en el castillo miles de asuntos y pendientes nos aguardaban. La planeación del segundo festival, el de Dranberg, era uno de los más urgentes.

Entre la planeación del festival y los deberes diarios mi tiempo estaba completamente ocupado, pero nada de eso me molestaba, no importaba qué estuviera haciendo o dónde me encontrara, solo era necesario pensar en Esteldor para sonreír de oreja a oreja. Ya no me cabía duda de que Esteldor era el irrevocable dueño de mi corazón y jamás en toda mi vida había sido tan feliz.

El cambio en el trato entre el rey y yo era evidente para cualquiera que nos veía juntos. Esteldor parecía complacido de por fin haber conquistado el corazón de su esposa y se encontraba de tan buen humor que incluso participó personalmente en los entrenamientos militares, dejando atrás sus previas reservas sobre traiciones e intentos de derrocamiento.

Entre tanta felicidad el tiempo pasó muy a prisa y, sin sentirlo, llegó el día del segundo festival. La emoción en Encenard por la visita de los dragones se había manifestado desde días antes, pero la mañana del festival no existía ni un solo habitante que no se encontrara estático, incluida yo.

—Mi señora ha de estar muy entusiasmada por el festival. Los reyes de Dranberg siempre mandan regalos preciosos para el rey. Es una lástima que no conozcan aún de su existencia, sino seguro que usted recibiría hermosos presentes también —dijo Kyra mientras me ayudaba a alistarme para el festival.

—Recibir obsequios es lo último que me interesa, solo deseo ver a esos dragones con mis propios ojos —contesté emocionada.

—Por supuesto, mi querida señora jamás olvidará la primera vez que vio un dragón. Yo ciertamente no lo hice.

—Estoy segura que no.

 

Justo después del medio día, Esteldor y yo tomamos un carruaje en dirección a las afueras de la ciudad, en donde se había acondicionado una explanada para que los dragones tocaran tierra. Fuimos acompañados por un comité de personas distinguidas y en el lugar ya se encontraba un gran número de asistentes ansiosos por presenciar la escena. Para que los reyes y sus acompañantes esperáramos, se montó una enorme carpa color azul, en cuyo interior se habían colocado hermosos muebles para nuestra comodidad y un exquisito banquete esperando la llegada de nuestros aliados.

Aguardamos por más de dos horas, pero el ánimo de la multitud no decayó. Dentro de la carpa la conversación y el vino jamás escasearon, aunque yo solo pensaba en el momento en que llegarían los representantes de Dranberg.

Mientras Ginebra nos compartía una anécdota adorable de la infancia de Siegfried, un ruido inusual a la lejanía llamó mi atención, el aire se rompía, era como el aleteo de un ave, pero miles de veces más pesado. Miré al cielo, pero no vi nada. De pronto sentí una mano sobre la mía.

—–¿Estás lista? Los Dranbers están muy cerca —dijo Esteldor con voz serena.

De repente, tres dragones aparecieron en el horizonte acercándose a gran velocidad a nosotros, el ruido de sus aleteos ahogaba las exclamaciones de la multitud. Los dragones eran tan grandes como tres elefantes juntos y el color de sus escamas brillaba tan intensamente contra el sol que nos obligaba a entrecerrar los ojos por los destellos. Parecían gigantes lagartos alados de feroces ojos amarillos. Sus fosas nasales eran más grandes que la cabeza de un hombre adulto y sus colas eran tan largas como la calle principal de Encenard. El viento de sus alas hizo que algunos duendes salieran volando varios metros por el aire.

Los dragones sobrevolaron el lugar unos minutos antes de comenzar su descenso. Finalmente, aterrizaron con suma delicadeza provocando un ruido seco al caer, en cuanto tocaron el suelo cerraron los ojos y parecieron transformarse en estatuas de piedra.

Sobre cada dragón había un hombre de piel morena y cabello negro como el ónix, dos de ellos llevaban el pecho descubierto y el cabello largo hasta la cintura, el cual traían sujetado en trenzas con prendedores de oro y gemas. El tercer hombre, que tenía el torso cubierto, llevaba el cabello corto. Los tres estaban atiborrados de collares y anillos. Los Dranbers descendieron de sus extraordinarias monturas y se aproximaron a nosotros, Esteldor y yo caminamos a su encuentro. Los tres Dranbers eran fornidos y altos, sobrepasaban en estatura a cualquier hombre de Encenard, incluyendo a mi esposo y a sus caballeros. En cuanto estuvimos frente a ellos los tres hicieron una respetuosa reverencia. El hombre de cabello corto resaltaba del resto, era más joven, posiblemente rondaba los 25 años, e infinitamente más guapo, sus ojos color violeta contrastaban con su piel obscura dándole un aire exótico, pero más allá de su físico, era su porte lo que lo distinguía. Había un aire de superioridad en sus movimientos, no que actuara altanero, solo dejaba claro que se sabía mejor al resto y lo asumía sin problema.

—Sus Majestades, viejos amigos de Encenard —dijo uno de los hombres de pecho descubierto—. Es un honor presentar a Su Alteza, nuestro príncipe heredero, Draco Mondragon.

El joven de los ojos violeta inclinó la cabeza dándose por aludido. Esteldor quedó paralizado un momento, su desconcierto fue evidente, solo bastaba verlo para saber que jamás imaginó que el rey de Dranberg mandaría a su propio hijo en un viaje tan peligroso. A mi esposo le tomó unos segundos recobrar la compostura y poder responder.




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