Una Esposa para el Rey Cruel

Entre Reinos

En el Reino de Varua, la guerra había terminado con sangre y gloria. El rey, valiente y experimentado en batalla, había caído en la última ofensiva, atravesado por la lanza de un enemigo cuyo nombre ni siquiera valía la pena recordar.

Su muerte silenció las trompetas del triunfo. Aunque las banderas ondeaban y los enemigos habían sido vencidos, nadie celebró. El dolor fue más fuerte que la victoria.

El joven heredero fue coronado poco después. Con apenas veinticuatro inviernos, se convirtió en rey de un reino que lloraba aún la pérdida de su soberano. Su sucesor: Aedric, y aunque la corona pesaba, sus hombros parecían fuertes al principio. El pueblo lo miraba con esperanza, con la promesa de que tal vez traería la paz que su padre no pudo conocer.

Y en efecto, durante los primeros años, Aedric gobernó con justicia, con mano firme y corazón abierto. Fue en ese entonces cuando conoció a una muchacha de cabellos de trigo y ojos claros como el cielo antes de la tormenta. Era una plebeya. Una simple jardinera que cuidaba las flores del palacio. Lyana su nombre era tan dulce como su persona.

Se enamoraron en secreto. Paseaban entre los sauces, hablaban bajo la sombra de los almendros en flor, reían entre los rosales. El amor fue creciendo hasta que Aedric, contra toda recomendación, la tomó como esposa. La corte se escandalizó. Su madre, la reina viuda Wina, una mujer altiva, de ojos fríos y lengua venenosa, jamás aceptó a Lyana. Se rumoreaba que… le hacía la vida imposible. Cada palabra suya era un dardo. Cada gesto, un desprecio disfrazado de cortesía.

Aún así, Aedric no cedió. La amaba demasiado.

Pero el destino no perdona la felicidad ajena.

Lyana quedó embarazada. El pueblo celebró. Aedric sonreía como nunca. Los jardines florecieron con más fuerza que nunca. Pero cuando llegó el día del parto, todo se quebró.

El niño venía con una afección a la que la curandera denominó: nudo umbilical enredado en su pequeño cuello. La partera luchó con desesperación. Gritaba oraciones, sus manos temblaban. Pero no hubo milagro. Ni madre. Ni hijo.

Los gritos desgarradores de Aedric se escucharon por toda la fortaleza.

Desde ese día, el sol pareció menos dorado sobre las tierras de Varua.

El rey cambió. El brillo en su mirada se extinguió. La dulzura se volvió acero. La paciencia, rabia contenida. El joven que una vez fue esperanza, se convirtió en un hombre temido. No era cruel sin motivo, pero era imposible complacerlo. Cualquier fallo era castigado con dureza. Cualquier acto de desobediencia, silenciado para siempre. El pueblo comenzó a llamarlo "El Rey Cruel", porque su alma se había vuelto tan fría como el hielo del norte.

Pasaron cinco años.

Aedric casi cumpliría los treinta. No tenía heredero. El consejo murmuraba. Su madre presionaba. Y finalmente, el rey accedió a escucharla.

—Los dioses castigaron tu unión con una sangre impura —dijo Wina, con la voz calmada de una serpiente—. Pero aún puedes enmendarlo. Tu deber es con el reino, no con los fantasmas. Necesitas una esposa digna. De cuna real. De estirpe antigua.

—No me interesa tener reina —remarcó el rey a su madre fríamente—. Pero necesito un hijo, así que haz como consideres.

Su madre asintió satisfecha, pues su hijo frecuentaba múltiples doncellas, pero jamás había querido volverse a casar. Además la reina temía que se volviera a repetir la misma historia y terminará con otra plebeya.

Se había vuelto cruel y los rumores recorrían las paredes.

Él rey sabía que debía casarse…

Pero su fama, oscura y sangrienta, cruzaba fronteras. Ningún rey quería entregar a su hija a un hombre conocido por su frialdad, sus silencios, su tiranía. Las coronas lo evitaban. Los tronos se cerraban.

Hasta que Wina escuchó hablar de Parado, una isla lejana, olvidada por los grandes reinos, donde la escasez azotaba con fuerza. Sin barcos que llegaran, sin comercio, sin aliados, el reino moría lentamente.

La gente era buena, pero el hambre no distingue virtud. A pesar de la pobreza, la sangre de los reyes aún corría por las venas de sus monarcas. Y el rey de Parado, el viejo y cansado Thalan, tenía tres hijas. Dos de ellas, mellizas de belleza legendaria. La menor, de apenas diecinueve años, callada y reservada, solía pasear sola por los acantilados, hablando con el mar.

Wina lo vio claro.

Envió un barco cargado de riquezas: oro, telas, especias, trigo. Con él, un trato escrito en pergamino, sellado con el emblema de Varua: una corona partida por una espada.

Una de sus hijas, a cambio de la salvación de Parado. No importaba cuál.

El rey Thalan lloró en silencio al leer el mensaje. Sabía que, si no aceptaba, condenaría a su pueblo, era una propuesta que no podría desaprovechar, hacia décadas que nadie los quería como aliados y esta era quizás su última oportunidad.

Pero no podía ofrecer a sus mellizas. Las amaba con todo su corazón. Había soñado con verlas casadas con príncipes nobles, no entregadas a un hombre que parecía tener el alma podrida.

Así que eligió a la menor.

Nerya.

Era la más alegre, la que desobedecía y muchas veces tenía que ser reprendida por los reyes, ya que portaba un espíritu libre y soñador.

Le dolía, era su hija claro, pero con dedos temblorosos hizo lo que espera de un rey: que se sacrifique por su pueblo.

Firmó el pergamino.

Los invitados se quedarían a dormir mientras él daba por cerrado el acuerdo, no solo serían beneficios de un barco sino que aquel reino prometía más riquezas. El rey no durmió esa noche. Caminó por los corredores de piedra de su castillo deslucido, cruzando salas vacías y escuchando solo el gemido del viento marino que se colaba por las ventanas rotas. Cuando el primer rayo de sol se asomó por el horizonte, fue a buscarla.

Había teniendo demasiado tiempo para razonar, para analizar fríamente como haría las cosas.

La encontró en el invernadero, cantando bajito mientras regaba un jazmín que había logrado florecer a pesar del aire salobre de la costa. Su último retoño lucia un vestido sencillo, azul claro, y tenía una corona de flores secas sobre el cabello trenzado.




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