Una Esposa para el Rey Cruel

Alianza aceptada

Era de tarde y el sol teñía de oro la superficie del mar. Las olas rompían contra las rocas con un ritmo lento y constante, como el latido de un corazón viejo y paciente. La reina madre, ataviada con una túnica color borgoña bordada en hilo de plata, se encontraba de pie en lo alto del acantilado que daba hacia el puerto. Llevaba ya varios días repitiendo ese mismo ritual: subir a la cima, mirar el horizonte y esperar. El viento movía su velo y su dama de compañía, discretamente un paso detrás, mantenía la mirada baja, respetando su silencio.

Pero esta vez… esta vez lo vio.

La bandera.

Ondeando con elegancia desde el mástil del barco que se acercaba. La reina entornó los ojos, afilando la mirada. Era la señal que ella misma había ordenado coser con hilos dorados, símbolo de que su propuesta había sido aceptada. Un reino, al fin, había dicho que sí.

Una sonrisa se extendió por su rostro y su corazón, encallecido por los rechazos y las habladurías, se sintió por un momento joven otra vez. Se giró de inmediato, con la túnica flotando tras de sí, y descendió los pasillos del castillo con paso firme y elegante, seguida por su dama. No se detuvo a anunciarse, ni esperó que alguien le abriera la puerta. La emoción le ganaba al protocolo.

Empujó las puertas de los aposentos reales y, al no encontrar a su hijo allí, se dirigió al despacho contiguo.

Allí lo encontró, como era habitual, inclinado sobre su escritorio, con una pluma en la mano, trazando líneas en un pergamino con una concentración gélida. La habitación olía a cera derretida y tinta fresca. No alzó la vista cuando oyó la puerta abrirse. Solo al sentir la sombra de su madre detenerse frente a su escritorio, se dignó a levantar la cabeza.

—Han aceptado mi propuesta —dijo ella, sin ocultar la emoción—. Tu futura reina viene en el barco que envié. ¡Ven, ven a recibirla, hijo!

El rey Aedric levantó una ceja con lentitud, como si sus músculos se negaran a desperdiciar energía en gestos innecesarios. Su mirada era dura, esculpida en piedra. Y su voz, cuando habló, sonó áspera como el filo de una espada.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me lance al mar a nadar hasta su barco?

—Aedric... —suspiró la reina, intentando mantener la compostura—. Es de sangre real. Es una unión que traerá estabilidad. No solo es para ti. Es por el reino.

—¿Y para eso tengo que pararme a sonreírle como un idiota? —replicó él con frialdad, dejando la pluma en la mesa con un suave golpe—. Tú la pediste. Ve y recíbela tú. Estoy ocupado.

—¿Escribiendo cartas para tus enemigos o tus amantes? —dijo ella con tono afilado, aunque sin perder del todo la reverencia y respeto que le tenía.

Aedric esbozó casi una sonrisa cruel.

—¿Qué importa? No tengo intención de perder tiempo en una mujer que me es indiferente.

—No puedes seguir adorando el recuerdo de la reina muerta —espetó ella, arriesgando más de lo que solía—. Está en la tumba, hijo. Y tú estás en un trono. Tienes un deber.

—Ya cumplí mi deber dejando que me eligieran reina. Tú dijiste que me bastaba con procrear un heredero. Lo haré. Pero no voy a fingir amor. Lyana es la mujer que vive en mi corazón y lo que haga con cualquier otra solo será por deber o placer carnal. Mi alma y corazón le pertenece a la mujer que amé, a la única y verdadera reina ante mis ojos.

La reina apretó los labios. Su hijo era su orgullo y su maldición. Sabía que no cambiaría. Era el mismo terco de hace años atrás, aquel que se empeñan a permanecer adorando un fantasma que no era digna de él por ser plebeya. Pero también era el rey. Y como su rey, su palabra era la última.

—Muy bien. Yo iré a recibirla —dijo finalmente, dándose la vuelta con la frente en alto—. Pero no le haré creer que eres un príncipe de ensueño. Lo sabrá en cuanto pise esta tierra.

Aedric se recostó en el respaldo de su silla y la miró irse con ojos vacíos.

—Con que sea fértil, me basta —murmuró para sí.

La reina madre descendió las escaleras principales del castillo con paso firme. Aunque por dentro ardía de molestia, su exterior era impecable: el porte de una reina que había conseguido lo que quería. En el puerto, el barco ya se aproximaba, y las trompetas empezaban a sonar. Las doncellas se alineaban, las flores se preparaban para ser esparcidas a su paso.

La futura reina llegaba.

El sol descendía lento, bañando con una luz cálida y dorada las torres del castillo. Las gaviotas graznaban sobre los mástiles mientras el barco se acercaba al puerto con velas desplegadas y el estandarte ondeando en lo alto: la señal acordada, la bandera que indicaba que la princesa había aceptado la unión y venía en camino.

La reina madre observaba desde la escalinata con expresión contenida. No sonreía. No lo haría, aunque por dentro sintiera cierto alivio. Sus labios estaban rectos, su barbilla ligeramente elevada, y su vestido de terciopelo negro con bordados dorados caía con peso sobre su silueta esbelta. Imponente. Regia. Cada hilo de su atuendo gritaba poder.

A su lado, sus damas de compañía permanecían en absoluto silencio. Nadie hablaba cuando la reina madre esperaba. Su porte inspiraba respeto y temor en igual medida. Una mujer que sabía muy bien lo que había costado sostener ese reino bajo la sombra de un rey que muchos consideraban cruel, impredecible… y peligroso. Su hijo.

Y sin embargo, allí estaba. Consiguiendo lo que muchos creían imposible: una alianza por matrimonio. Nadie creía que algún rey entregaría a una de sus hijas a él rey de Varua. Aedric.

Los marineros lanzaban sogas, los hombres en tierra se apresuraban a asegurar el barco, y finalmente la pasarela fue descendida. Los hombres del rey comenzaron a descender y, entre ellas, apareció una joven bella. Rostro hermoso y mirada perdida.

Era más joven de lo que la reina esperaba. Delgada, elegante, con una piel casi traslúcida que hablaba de nobleza y cuidados. Caminaba como quien se obliga a mantener la compostura aunque los nervios amenacen con romperle la espalda. Pero lo que llamó la atención de la reina, sin que lo dejara ver, fueron los ojos.




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