Una Esposa para el Rey Cruel

Llegada

La Reina Madre caminaba con paso firme por los pasillos de mármol del ala este. Su capa ondeaba tras ella como una sombra de autoridad. Había dejado a la joven princesa Nerya bajo el cuidado de las damas, a quienes ordenó que la acomodaran en sus aposentos, que la bañaran, la vistieran, la alimentaran… y la prepararan. Lo que venía después requería más que compostura. Requería estrategia.

Entró al despacho de su hijo sin tocar. La puerta se abrió con un chirrido suave y el aroma a incienso oscuro, maderas antiguas y humo aún flotaba en el ambiente. Pero él no estaba allí. Solo una criada se encontraba cerca de los ventanales, limpiando los candelabros de plata. Una muchacha delgada, con las mangas arremangadas y la cabeza gacha.

—¿Dónde está el rey? —preguntó la Reina Madre sin amabilidad.

La criada se sobresaltó. Bajó de inmediato el paño y se giró, haciendo una reverencia apresurada, casi torpe.

—Su Majestad… el rey ha salido —murmuró—. Dijo que iba a la Cúpula Real.

Los labios de la reina se fruncieron con disgusto.

—¿Otra vez allí? —murmuró con voz tan baja que solo las paredes la oyeron.

No agradeció la información. No hizo comentario alguno. Solo giró sobre sus talones y salió del despacho con el ceño apretado.

Otra vez a visitar la tumba de esa muerta.

Aquella plebeya insolente que se había metido en el corazón de su hijo como una espina.

Ni viva, ni muerta, había dejado de ser un estorbo.

Sus pasos resonaron con furia contenida mientras cruzaba los pasillos rumbo a los aposentos de la princesa. Si él no quería soltar ese recuerdo, tendría que reemplazarlo por algo más tangible. Algo joven, hermoso, noble. Algo como Nerya.

Las damas reales se retiraron con un rápido gesto cuando vieron entrar a la reina sin anunciarse. Nerya estaba sentada en un sillón junto a la ventana, aún vestida, con el cabello recogido a medias en una trenza pulcra pero cansada, los ojos demasiado abiertos, las manos tensas sobre el regazo. La reina no perdió tiempo.

—Deberías ir a esperarlo.

Nerya parpadeó.

—¿Esperarlo?

—A tu futuro esposo. En la habitación real —la reina la miró sin dejar espacio a protestas—. Sería un gesto de compromiso, de acercamiento. Nada indecoroso, claro… solo una visita. Una conversación privada. Serás su esposa, Nerya. Deberías comenzar a conocerlo.

La princesa se removió incómoda.

—Pero… yo…

—¿Te preocupa que piense mal de ti? —la interrumpió—. No lo hará. Es un hombre complejo, pero respeta la iniciativa. Además, tú estás aquí para eso. Para fundar una nueva unión. Para borrar lo que una vez fue. ¿O acaso planeas simplemente... esperar a que él te ame?

Nerya desvío la mirada. Todo en su interior gritaba que no. Que no quería estar en esa habitación. Que no quería acercarse a ese hombre al que ni quiera conocía y del que solo se hablaban cosas terribles. Pero ¿cómo negarse, cuando la Reina Madre la observaba con ese peso de mil coronas sobre los ojos? Nerya sentía que si se negaba su estadía allí no iba a ser para nada amena. ¿Qué le quedaba? Su propio padre la había entregado.

—Vamos… —dijo en voz baja la reina sin dejar espacio para la duda.

La reina la dejó justo frente a las puertas dobles, oscuras, adornadas con dragones grabados en hierro. Hizo un gesto para que los guardias se apartaran. Nerya tragó saliva, entró… y la reina cerró la puerta detrás de ella.

El cuarto era amplio. Pesado. Oscuro, como si la luz evitara ese lugar. Alfombras gruesas, columnas de piedra, cortinas pesadas. Al fondo, un balcón con vista al jardín del trono. Y a la derecha, un armario enorme, tallado, con esas rendijas típicas de los muebles antiguos.

Ella se quedó de pie en medio de la habitación, sin saber qué hacer. El silencio le pesaba en los oídos. Caminó un poco. Luego retrocedió. Luego fue hacia la ventana. No quería estar allí. No quería verlo. No quería seducir a nadie. Y mucho menos darle un hijo.

Pero se suponía que… a eso había venido.

Desesperada, caminó en círculos. Tocó los bordes del sofá, las columnas, se mordió las uñas. Había pasado un buen rato. Y entonces escuchó pasos. El sonido de una puerta abriéndose desde otra habitación conectada. Su corazón se disparó.

Estaba entrando.

Sin saber qué hacer, actuó con el impulso del miedo. Corrió hacia la salida del otro lado. Salió. Y corrió por el pasillo hacia su habitación tenía pánico y no quería verlo.

La reina madre caminaba por los pasillos de mármol, su silueta erguida como siempre, el mentón en alto, con una satisfacción apenas disimulada en sus labios pintados de rojo profundo. Sus damas la seguían en silencio, adivinando su humor por el modo en que sus manos se entrelazaban una sobre la otra, como si ya estuviera firmando mentalmente el futuro de su linaje. Para ella, aquello era un triunfo silencioso.

La princesa Nerya había obedecido. Al menos eso creía. Estaba convencida de que la muchacha habría esperado al rey en la habitación real, como se lo había sugerido —ordenado— con cortesía venenosa. A su juicio, con un rostro tan delicado, una voz tan dulce y esa figura de doncella de cuentos, no sería difícil que su hijo, por fin, dejara de obsesionarse con el fantasma de una muerta.

Pero no sabía lo que había ocurrido realmente.

No sabía que Nerya, temblando de miedo, había salido de allí presa del pánico.

Que la noche no tuvo caricias ni palabras susurradas.
Que su hijo no solo no la tocó… ni siquiera había dormido allí.

La mañana siguiente llegó con cielo limpio y el perfume de las flores recién abiertas en los jardines del este. El rey, luego de atender cuestiones de Estado desde el amanecer, caminaba con paso firme hacia los establos. Vestía de negro y gris, como casi siempre, con su espada al cinto y los guantes de montar en una mano. Saludó brevemente a uno de los capitanes, recibió un documento que leyó sin detenerse y luego montó a su caballo con la destreza de quien nació entre las riendas.




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