Una Esposa para el Rey Cruel

Futura Reina

El aire en el Gran Comedor del Palacio de Varua tenía un peso distinto aquella noche. Había un brillo inusual en las lámparas de cristal que pendían del techo abovedado, y el fuego de las antorchas parecía arder con un fervor calculado, como si hasta las llamas supieran que algo importante se avecinaba.

Las sombras danzaban sobre los tapices dorados que narraban antiguas batallas y conquistas, y el perfume de los lirios blancos que adornaban la mesa central impregnaba cada rincón, dulzón y sofocante.

La Reina Madre había ordenado aquella cena con precisión quirúrgica. Nada en aquella velada era casual. Cada copa, cada plato, cada servilleta bordada con hilo de plata había sido colocada con la intención de impresionar, pero sobre todo, de provocar. Su hijo, el rey Aedric, había demostrado un desinterés obstinado por su futura esposa, y ella estaba dispuesta a corregirlo, incluso si para ello debía manipular cada segundo de la velada.

La mesa era larga, tan larga que el reflejo de las velas parecía multiplicarse sobre su superficie pulida de madera oscura. Sobre ella descansaban fuentes de plata repletas de frutas frescas, copas de vino tinto rubí, carnes asadas con hierbas, y panes trenzados que aún humeaban. La vajilla, de porcelana fina traída de los puertos del sur, brillaba bajo la luz dorada. Todo era esplendor. Todo era espectáculo.

Sentadas una frente a la otra estaban la Reina Madre, con su porte regio y su mirada siempre alerta, y la princesa Nerya, la prometida del rey. Nerya intentaba mantener una postura digna, aunque el peso de la mirada ajena le hacía sentir que cada movimiento debía medirse, cada palabra debía ser perfectamente calculada.

—Espero que hayas descansado bien, querida —dijo la Reina Madre con una sonrisa que parecía amable, aunque sus ojos no mostraban calidez alguna—. Las primeras noches en el palacio pueden ser incómodas para quienes no están acostumbradas a sus dimensiones.

Nerya bajó la vista un instante, intentando no parecer demasiado tímida. Su voz, suave pero firme, respondió con cortesía.

—He dormido bien la noche de ayer, vuestra majestad. Las habitaciones son… espléndidas.

—Me alegra oírlo —replicó la Reina Madre, haciendo un gesto leve con la mano para que una doncella sirviera vino en la copa de la joven—. ¿Y la servidumbre? Espero que sean lo bastante atentos contigo.

—Sí, lo son. Muy serviciales. No tengo queja alguna.

La Reina asintió, como si evaluara la respuesta palabra por palabra. Luego se acomodó en su silla, cruzando las manos enguantadas sobre el regazo.

—Bien. Me gustaría que te sintieras cómoda aquí. Muy pronto este palacio será tu hogar, y quiero asegurarme de que nada te falte.

Nerya esbozó una sonrisa discreta, la clase de sonrisa que se ofrece por educación, no por emoción.

—Agradezco vuestra preocupación, alteza.

Pero antes de que la Reina pudiera contestar, el sonido de las puertas principales abriéndose interrumpió el ambiente delicado. Las bisagras chirriaron con lentitud, y el murmullo de los sirvientes calló de inmediato.

El aire cambió.

Aedric, el rey, acababa de entrar.

El silencio que siguió fue tan abrupto que hasta el crepitar del fuego se volvió audible. Los sirvientes, como movidos por un mismo impulso, bajaron la cabeza y se apartaron de su camino. Nerya sintió que el corazón se le detenía por un instante.

El hombre que avanzaba hacia la mesa era todo lo que los rumores decían, y más.

Cabello negro, espeso y ligeramente despeinado, caía sobre su frente de manera rebelde. Su mandíbula fuerte, perfectamente tallada, parecía hecha de mármol. Los hombros anchos y el porte de guerrero contrastaban con la elegancia del atuendo real: una chaqueta negra bordada en hilos de plata y un cinturón de cuero con una hebilla labrada con el emblema de su casa. Sus ojos —oscuros como una noche sin luna— se posaron directamente en ella.

Nerya sintió cómo el aire se escapaba de sus pulmones. Aquella mirada… no era una simple mirada de cortesía. Era intensa, casi peligrosa.

La Reina Madre se levantó enseguida, haciendo una reverencia leve.

—Me mandaste a llamar, madre.

Aunque la pregunta era para ella, sus ojos no se apartaron ni un instante de Nerya. Recordaba su suave voz, la melodía cerca de los establos que le había detenido el mundo, por un segundo.

—Hijo mío —dijo con una dulzura estudiada—, me alegra que hayas aceptado mi invitación.

Aedric inclinó apenas la cabeza.

La joven, consciente de ello, sintió cómo su respiración se aceleraba. Había escuchado mil historias sobre él. Que era implacable en el campo de batalla. Que jamás mostraba clemencia. Que no sonreía. Y ahora lo tenía frente a ella, mirándola como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba su mente.

Con el corazón golpeándole el pecho, Nerya retiró con delicadeza la servilleta de su regazo y se levantó de la silla, haciendo una reverencia, tal como había aprendido desde niña en la corte de su padre.

—Vuestra majestad —murmuró, sin atreverse a mirarlo directamente.

Él no respondió de inmediato. Solo observó el movimiento de su cuerpo al inclinarse, la forma en que el vestido color marfil acariciaba el suelo, la curva sutil de su cuello cuando bajó la cabeza.

—Hijo —dijo la Reina, rompiendo el silencio—, te he pedido que vengas porque creo que tenemos cosas de las que hablar.

Aedric asintió una sola vez y, con un gesto leve, indicó que podían sentarse. La Reina volvió a su asiento. Nerya, con un leve temblor en las manos, la imitó.

Cuando todos estuvieron acomodados, él tomó el cuchillo y cortó un pedazo de carne, como si nada en aquella situación fuera extraordinario.

—¿Y cuál es el motivo de citarme a cenar aquí? —preguntó sin levantar la vista—. Pensé que esto era asunto del Consejo.

—No todo puede discutirse con el Consejo, Aedric —replicó su madre, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Hay temas familiares que requieren atención privada.




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