Después de aquel diálogo en el comedor real, Nerya había tardado tres horas completas en atreverse a subir las escaleras.
Cuando finalmente lo hizo, entró por primera vez en los aposentos del rey con el paso medido, como quien atraviesa un lugar que no le pertenece del todo. El salón era inmenso y ostentoso; las cortinas de terciopelo caían pesadas hasta el suelo, las alfombras tejían historias en hilos de oro, y un espejo enorme devolvía su imagen duplicada en un reflejo que le pareció extraño —dos Nerya mirándose, inseguras—. Las criadas habían ido y venido trayendo vestidos que le pertenecían y prendas que no sabía que poseía; se movían como fantasmas silenciosos y, al marcharse, dejaron el cuarto perfecto, sin rastro de humanidad, sólo el orden frío de lo ajeno. Por primera vez, Nerya se quedó sola en la cámara del rey.
Caminó despacio entre los muebles tallados, tocando con la yema de los dedos la fría madera de un escritorio; el tacto le devolvía la sensación de estar invadiendo un universo que no había elegido.
No había prisa. No había voces.
El rey claramente no estaba.
El silencio en aquella sala era más pesado que las cortinas. Se sentó en el borde de la cama, notó el perfume distante, ajeno, que flotaba en el aire —algo a sándalo—, y aun así la noche parecía inmunizarse contra cualquier calma verdadera. Se acercó al arcón donde las criadas habían dejado sus cosas: el vestido, las joyas prestadas y una bata blanca plegada con pulcritud.
Se vistió sola. Fue un gesto íntimo y pequeño, como reivindicar su cuerpo en un territorio que hasta hacía poco le parecía sólo apariencia. La bata era de algodón, ligera; al ponérsela, el blanco rozó su piel con una ternura extraña, casi consoladora. Se miró en el espejo: la princesa Nerya, por fuera, respiraba; por dentro, una corriente de dudas la atravesaba. Se ató la cinta de la bata, asegurándose de que quedara suelta, como queriendo preservar una franja de libertad en aquel atuendo que era a la vez protección y vulnerabilidad.
Entonces, un alarido desgarrador rasgó la quietud como si alguien hubiese partido la noche en dos. Nerya saltó de un brinco, el corazón golpeándole las costillas, y corrió hacia la puerta sin pensar. Abrió y el corredor vomitó un caos de voces y pasos apresurados; telas arrugadas, antorchas que proyectaban sombras violentas. Al principio pensó en los preparativos para la boda, en el trajín habitual. Pero el sonido traía algo más: pánico, rabia, ruido de cuerpos contra cuerpos.
Descalza, con la bata pegada al cuerpo por el movimiento, bajó las escaleras más rápido de lo que su mente alcanzaba a procesar. El frío de la piedra en las plantas le devolvió la realidad. Cuando empujó la puerta principal y el aire nocturno la golpeó, el jardín se le presentó con llamas que bailaban en antorchas, iluminando rostros tensos y manos que tironeaban. Cuatro jóvenes forcejeaban con los guardias reales junto a una carroza; una ya había sido arrastrada dentro, otra estaba siendo sujetada con rudeza, y las dos restantes yacían en el barro, resistiéndose con uñas y gritos.
Su pecho se contrajo como si alguien le hubiese apretado las costillas. No meditó. Salió al paso y gritó, con toda la voz que pudo hallar:
—¡Déjenlas! ¡Déjenlas ahora mismo!
Los guardias se congelaron, sorprendidos. Nerya vio cómo intercambiaban miradas, como si la naturaleza de su orden les resultara difícil de calibrar. A la cabeza del grupo se le notó la incomodidad; era un hombre grande, que sostenía la cadena de autoridad con la misma firmeza con la que sostenía su espada.
—Es una orden del rey, alteza —contestó, plantando los pies.
La mandíbula de Nerya se tensó. Respiró hondo, recordando cada lección de protocolo que le habían entregado para dominar momentos así. Pero entonces algo dentro de ella rugió más alto que cualquier enseñanza:
—He dicho que las dejen —repuso, acercándose sin vacilar—. ¡Ahora!
Se abrió paso hasta una de las muchachas caídas; la tomó del brazo con suavidad para ayudarla a ponerse de pie. Tenía la edad de sus primas, la piel todavía de adolescente, los ojos enrojecidos por el llanto y la rabia. Cuando la levantó, las manos de la joven temblaron sobre las suyas.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
La muchacha asintió con esfuerzo y la miró como quien descubre un rescate inesperado en la oscuridad.
Los guardias murmuraron entre sí, incómodos. Uno de ellos, más joven, tanteó una respuesta que luego no formuló. El jefe del grupo frunció el ceño, pero no se atrevió a levantar la mano contra ella; la ley del rey, cuando él no estaba, tenía grietas que Nerya apenas empezaba a entender si podía llenar con su sola presencia. Alzó la voz con una calma afilada como acero:
—Vayan a sus casas. Con sus familias. Y que nadie las toque de nuevo.
El hombre que la miraba replicó, la obediencia grabada en cada músculo:
—Nadie puede ir contra las órdenes del rey.
—En ausencia del rey, yo soy quien da las órdenes —dijo, clavándole la mirada—. Mañana seré su reina.
Se hizo un silencio pesadísimo. Nerya vio en sus ojos el cálculo: obedecer a una princesa que impone una orden arriesgaba su lugar, pero negarla podría ser peor cuando el rey volviera. Finalmente, vacilaron y, uno a uno, bajaron la mano. Las chicas aprovecharon la brecha y se escaparon, corriendo entre los setos, con el llanto y la respiración entrecortada como un rehén de su propia huida.
Nerya se quedó allí, en el umbral, temblando por dentro. La bata blanca ondeó a su alrededor como si también quisiera alejarse de ese jardín empapado de miedo. Cuando cerró la puerta tras de sí, la noche volvió a su música de grillos y sombras, pero ella supo algo con la claridad brutal de una herida: su desafío había encendido un fuego distinto dentro del palacio. Caminó de regreso a los aposentos con las piernas flojas y el pulso a mil, y al cruzar el umbral se apoyó contra la pared, con el cuerpo aún temblando, la garganta seca y la sensación íntima de que ya no podría ser la misma.
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Editado: 06.11.2025