El eco de los pasos de la Reina Madre resonaba por el pasillo de mármol, una cadencia lenta y firme que hacía temblar el silencio entre los muros dorados del palacio. Su andar no era apresurado, pero cada movimiento suyo transmitía una determinación silenciosa, casi intimidante.
La cabeza erguida, los labios tensos, los ojos, dos pozos oscuros donde se reflejaban los años de poder, de pérdidas y de un amor maternal que había aprendido a volverse implacable.
Tras ella, a un paso respetuoso de distancia, la seguía Ana, su dama de compañía más fiel. La joven sabía cuándo hablar y, sobre todo, cuándo callar. Era testigo de los pensamientos más inquietantes de su señora, de sus planes tejidos con seda y acero, de su compasión y de sus pecados. Porque aunque muchos la temieran, Ana sabía que la Reina Madre se consideraba, en el fondo, una mujer bondadosa.
Bondadosa con su pueblo.
Bondadosa con su hijo.
Bondadosa con su gente.
Y que todo mal que hacía —o mandaba hacer— era, según ella, por el bien común.
Ana había aprendido que en el corazón de la Reina Madre convivían dos fuerzas opuestas: la ternura de una madre y la crueldad de una soberana. Ambas respiraban al unísono.
Aquella mañana, la Reina Madre le había dado una orden sencilla, casi habitual: que ningún rumor corriera por el palacio sin que antes llegara a sus oídos. Ana había aceptado sin dudarlo; lo hacía desde hacía años, desde que el príncipe —su hijo, su orgullo, su dolor— había caído en aquella sombra de depresión. Desde entonces, el joven rey Aedric se había sumido en placeres oscuros, en distracciones que la madre no aprobaba pero tampoco castigaba, porque comprendía que el vacío del trono podía devorar incluso al más fuerte.
Su hijo se había vuelto duro, demasiado. Pero eso nunca le había parecido un defecto. Su difunto esposo también lo había sido: terco como una roca, de voluntad inquebrantable. Solo cuando su testarudez se interponía a los designios de ella, cuando se negaba a obedecer o a escuchar, aquella fortaleza se convertía en un obstáculo.
El sonido de sus tacones se detuvo frente a las grandes puertas del Consejo Real. Dos guardias abrieron los portones con una reverencia profunda.
—Majestad —murmuró uno de ellos, bajando la cabeza.
La Reina asintió con un leve gesto. La luz del salón la envolvió en un resplandor dorado. Dentro, los miembros del Consejo ya la esperaban. Aquel encuentro no había sido comunicado al rey. Tampoco tenía intención de hacerlo.
No era necesario.
Había decidido que el Consejo debía conocer a la futura reina, la prometida de su hijo, y que se realizara un acto oficial. Era lo que mandaba el protocolo… aunque, en realidad, lo que la Reina Madre quería era algo muy distinto: asegurarse de que esa unión sirviera a los intereses que ella consideraba verdaderamente importantes.
El murmullo en la sala se detuvo de golpe al verla entrar. Los consejeros se levantaron de inmediato. El sonido de una vara golpeando el suelo —el mazo del jefe del Consejo— retumbó como un trueno.
—Silencio en la sala —ordenó el hombre, aunque ya nadie hablaba.
Los rostros se volvieron hacia la Reina Madre, y el aire pareció tensarse. Ella caminó con la gracia de quien sabe que todos los ojos le pertenecen, que cada respiración en ese lugar depende de su voluntad.
El jefe del Consejo, un hombre de rostro curtido y mirada gris, se inclinó profundamente.
—Vuestra Majestad —dijo, con una voz grave—. Es un honor que nos haya convocado.
Ella respondió con un leve movimiento de cabeza, un gesto que era a la vez cortesía y advertencia. Se sentó en su trono —el suyo, no el del rey—, un asiento que había hecho modificar años atrás para que se adaptara a su estatura, a su porte, a su poder. Era el trono de una reina que no necesitaba corona para gobernar.
Su hijo no se había vuelto a casar. Y ella se había encargado de que así fuera, al menos no con una plebeya. La anterior esposa de Aedric había cumplido su papel: ser reina consorte, sin más. Había creído que compartir la cama con el rey la convertía en parte del reino. Error. La Reina Madre había sido tajante. La sangre real no se mezclaba fácilmente, y menos si provenía de linajes dudosos.
El protocolo era claro: la esposa del rey se convertía automáticamente en reina, pero no por eso participaba del gobierno ni de los asuntos políticos. Solo si descendía de sangre real tenía derecho a voz y voto dentro del Consejo.
Aedric, joven y enamorado en aquel entonces, había intentado alterar esa norma. Había querido que su esposa tuviera un lugar entre los altos mandos, que su opinión contara. La Reina Madre se encargó de que aquella osadía se apagara con sutileza y precisión.
Y lo consiguió.
Hasta que la reina consorte murió.
La Reina Madre dejó que el silencio se prolongara antes de hablar.
—He mandado a convocar esta audiencia —dijo al fin, con aquella voz suave que, sin embargo, podía helar la sangre—. Como sabéis, mi hijo, el Rey, pretende casarse muy pronto con Nerya princesa de Parado.
Un murmullo recorrió la sala como una corriente eléctrica. Nadie se atrevió a interrumpirla, pero el asombro era palpable. La noticia no era nueva, claro, pero escucharlo de su propia boca convertía el rumor en un hecho.
El jefe del Consejo golpeó el mazo nuevamente, llamando al orden.
—Nos complace —dijo el jefe ante el silencio de la reina— que nuestro Rey piense en el futuro de la corona y nos conceda pronto la esperanza de un heredero.
Hizo una pausa, miró a su alrededor y continuó:
—De hecho, Majestad, creo que hará bien esta unión, puede traer prosperidad al reino. Hemos escuchado rumores entre las filas de caballería. Dicen que la futura reina es de carácter fuerte y temperamento indomable.
La Reina Madre entornó los ojos. No supo si aquello era un elogio o una advertencia disfrazada.
—Continúe —ordenó con un leve movimiento de su mano enguantada.
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Editado: 06.11.2025