Una Esposa para el Rey Cruel

Una salida con Rey

La princesa Nerya no había dormido durante casi toda la noche. Había pasado las horas en un estado de vigilia tensa, los pensamientos persiguiéndose unos a otros como sombras entre los pliegues de la oscuridad.

Esperaba, aunque no quisiera admitirlo, el momento en que el Rey entrara de nuevo. Aún sentía la huella invisible de su proximidad, el aire que había compartido con él, el calor que se le había incrustado en la piel cuando sus cuerpos estuvieron demasiado cerca.

Su respiración aún se confundía con la de él en sus recuerdos, y esa cercanía que no debió existir la había dejado temblando. El corazón le latía con un pulso irregular, violento, que se negaba a calmarse.

Después de aquello, había permanecido sentada en el borde de la cama durante casi una hora, mirando un punto fijo en la pared, como si en ese vacío pudiera encontrar respuestas.

Cuando por fin se recostó, lo hizo con rigidez, en la orilla de la cama, sin atreverse a ocupar el centro, como si temiera invadir un territorio que no le pertenecía.

No dormía realmente, solo permanecía alerta, con los sentidos encendidos como los de una gacela que percibe la presencia de su cazador y espera, inmóvil, el momento del ataque. Pero el ataque nunca llegó. En algún punto entre la madrugada y el amanecer, el agotamiento venció a su vigilancia, y se durmió.

Cuando despertó, lo primero que hizo fue buscarlo con la mirada. No había nadie. El lugar estaba vacío, impecable, sin rastro de que alguien más hubiera estado allí. El aire, incluso, olía solo a lavanda y lino limpio, no a él. El rey no había pasado la noche en la habitación real. Había dormido sola.

Sintió un alivio que se mezcló con algo parecido a la decepción. No sabía cuál de las dos emociones le incomodaba más. Sabía bien lo que se decía sobre él, los rumores que viajaban con su nombre como ecos imposibles de silenciar, y una parte de ella temía comprobarlos por sí misma.

Pero otra parte, una que no quería reconocer, había esperado algo distinto.

Por la posición del sol que se colaba entre las cortinas, dedujo que había dormido más de lo acostumbrado. La mañana ya estaba avanzada, y el castillo debía de estar despierto hacía horas.

Se levantó con calma, buscando que el movimiento disipara la tensión de su cuerpo. Tomó un baño ella sola, dejando que el agua tibia arrastrara las dudas que la habían asaltado toda la noche. Luego eligió uno de los vestidos que habían dispuesto para ella: un tono claro, entre el blanco y el azul, con bordados discretos que evocaban las flores de su hogar. Se peinó sin prisa, dejando su cabello completamente suelto. El peso de la melena cayendo por su espalda la hizo sentir más ligera, más ella misma.

Cuando abrió la puerta, se sorprendió al encontrar a una joven esperándola. La muchacha inclinó la cabeza con una reverencia cuidadosa.

—Majestad —saludó con voz suave.

—Buenos días —respondió Nerya, aún adormecida, pero con esa cortesía natural que se le escapaba sin esfuerzo.

Avanzó unos pasos hacia la escalinata que descendía al vestíbulo real, pero notó que la joven la seguía a poca distancia. Se volvió ligeramente y la miró con curiosidad.

—Me han asignado para ser su dama de compañía, alteza —susurró la muchacha, con una voz temblorosa, como si temiera que Nerya se enfadara por su presencia.

La princesa no lo hizo. Le sonrió, un gesto leve pero sincero, y continuó caminando, una invitación silenciosa para que la siguiera.

—Me llamo Margaret —se presentó.

—Sera un placer compartir tiempo contigo.

La verdad era que no le molestaba. En aquel lugar desconocido, rodeada de rostros que no conocía, la idea de tener compañía le resultaba reconfortante. Sabía que la presencia de alguien que conociera el castillo le sería útil para explorar y orientarse, para entender el nuevo mundo que ahora sería su hogar.

Salieron hacia la parte delantera del castillo.

El aire fresco de la mañana le acarició el rostro, y por un instante, el peso del deber pareció disiparse. Se dirigieron hacia el jardín que ya se había convertido en su rincón favorito: un espacio lleno de rosales, orquídeas y lirios que la servidumbre cuidaba con esmero. La reina madre, según le habían contado, tenía una fascinación especial por las flores, y ese amor se respiraba en cada rincón del jardín.

Algo que Nerya también amaba.

Nerya se arrodilló junto a uno de los rosales, dispuesta a perderse un rato en esa tarea que la hacía sentir viva. El día anterior había rogado a los sirvientes que le permitieran trabajar allí, cuidar las plantas con sus propias manos. Le habían cedido un pequeño rincón, y ella lo había tomado como un refugio, una conexión con su hogar en Parado.

Mientras se ajustaba los guantes de jardinería, la muchacha habló con cautela.

—Majestad, la reina madre del rey, me ha pedido que le informe de dos noticias importantes.

Nerya asintió sin alzar la vista.

—Sí, por supuesto. Habla.

La joven se arrodilló a su lado, mostrando respeto, mientras Nerya apartaba con delicadeza una maleza que había crecido entre el tallo de una orquídea.

—Me han pedido que le comunique que esta noche habrá una cena formal, una especie de baile —explicó—. Será el evento donde se hará oficial su compromiso con el rey. Asistirá el Consejo Real, y también vendrán delegaciones importantes de otros reinos aliados. Incluso el reino más cercano, a cuatro horas de aquí, enviará representantes.

Nerya sintió cómo se le tensaban los hombros, pero no dejó de trabajar con la planta.

—Entiendo —susurró.

Sabía que era inevitable. Era parte del protocolo, parte del destino que le habían impuesto sin pedirle opinión. Se concentró en el jardín, como si el acto de cuidar una flor pudiera distraerla de la realidad.

—Y mañana temprano —continuó la joven— iremos en carruaje al centro de Varua. Conocerá a Melina, la costurera. Era la modista de la reina antes del accidente… cayó de un caballo hace años, y desde entonces yace en silla de ruedas, pero sigue confeccionando los vestidos más hermosos del reino. De hecho, la reina llevó uno suyo el día de su boda.




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