El aire olía a madera húmeda y a pasto recién cortado después de una lluvia lejana.
El caballo emprendió el galope. Adentrándose por un sendero solitario.
El ritmo de los cascos retumbaba sobre la tierra húmeda, un compás que hacía vibrar el aire y el pulso de Nerya.
El viento le desordenaba los cabellos, enredándolos con los de él, que rozaban su mejilla cada vez que Aedric se inclinaba un poco hacia adelante para guiar al animal.
La proximidad era sofocante y, sin embargo, no quería apartarse. Había algo en la quietud contenida de él, en la manera en que sus brazos la mantenían firme, que la hacía sentirse protegida y extrañamente viva.
Durante un buen tramo, ninguno habló. Solo el sonido de la naturaleza acompañaba el viaje: hojas agitándose, pájaros que huían de los árboles, el murmullo cada vez más cercano de algo que corría. Agua, pensó Nerya. Un riachuelo, tal vez. Pero a medida que avanzaban, el sonido se hizo más intenso, más profundo, hasta que comprendió que no era un río pequeño sino algo mucho mayor.
El galope se volvió trote, y el trote, paso. Aedric detuvo el caballo en el límite de un claro. Ante ellos se abría un paisaje que le robó el aliento. Una cascada caía desde la roca alta, deslizándose en un hilo de plata y espuma hasta un lago tan claro que reflejaba el cielo entero.
El agua tenía un matiz verde, vivo, y los rayos de sol que se colaban entre los árboles la hacían brillar como vidrio líquido. El sonido era un canto profundo, hipnótico.
Nerya se quedó inmóvil, con los labios entreabiertos. En Parado había visto acantilados y mares infinitos, pero nada como aquello. El aire allí parecía distinto, más puro, cargado de algo que no sabía nombrar.
Aedric desmontó primero. Sus movimientos eran precisos, casi ceremoniales. Luego se acercó a ella y alzó la mano para ayudarla. Ella la tomó, aún distraída por la belleza del lugar, y él la bajó con un gesto seguro. Por un momento, sus cuerpos quedaron frente a frente, tan cerca que Nerya sintió el roce del aire entre ellos.
—Es… hermoso —confesó finalmente, incapaz de ocultar la confusión que le teñía la voz.
Aedric no respondió de inmediato. Sujetó al caballo y lo ató a un tronco, luego señaló con un leve movimiento hacia la cascada.
—Sígueme.
Ella obedeció, sin comprender del todo. Caminaron entre las raíces húmedas y las flores silvestres que crecían al borde del agua. Él avanzaba con paso firme, como quien conoce aquel lugar desde siempre.
De pronto, se detuvo junto a una piedra alta, cubierta de musgo. De sus grietas emergían pequeñas ramas espinosas, y sobre la superficie reposaban algunas flores secas, casi intactas, como si el tiempo allí se detuviera.
—Arrodíllate conmigo —dijo Aedric, sin mirarla todavía.
Nerya parpadeó, desconcertada, pero lo imitó. Se arrodilló frente a la piedra, sintiendo la humedad de la tierra colarse entre las telas de su vestido.
—¿Qué es este lugar?
—Un altar antiguo. Mis antepasados lo construyeron mucho antes de que Varua tuviera nombre. Aquí venían a pedir bendición a los dioses de la sangre y del agua. —Su voz era baja, grave, como si el aire mismo escuchara.
Aedric apoyó una mano sobre la piedra, cerró los ojos y murmuró algo en una lengua que ella no reconoció. Nerya se inclinó un poco, intentando escuchar, pero las palabras parecían fluir más como plegaria que como oración.
Luego, el rey abrió los ojos y buscó una rama entrelazada con espinas pequeñas. La tomó con cuidado, sin romperla. La luz se reflejó sobre la punta afilada.
—Dame tu dedo —dijo.
Nerya frunció el ceño.
—¿Para qué?
—Es una tradición —respondió él con calma—. Como cada reino tiene la suya. En mi familia, cuando deseas algo, es bien visto hacer una pequeño sacrificio. Derramar una gota de tu sangre sobre la tierra te conecta con la madre tierra y se cree que te aleja de la desdicha.
Ella lo miró en silencio. El murmullo del agua se mezclaba con su respiración. Finalmente, tendió la mano, temblorosa.
Aedric tomó su dedo con una delicadeza que contrastaba con su reputación. Con la espina, se hizo un pequeño pinchazo en la yema del propio dedo. Una gota de sangre brotó, brillante como rubí, y cayó sobre la piedra. Luego tomó la mano de ella e hizo lo mismo.
El jadeo de Nerya lo hizo mirarla y, después de dejar caer una gota sobre la piedra se llevó su dedo a los labios. Como si buscará calmar la pequeña molestia de su dedo.
Nerya lo miró un momento. Su dedo estaba en sus labios y…
—Eso ha sido todo… —preguntó Nerya cautelosa recuperando su dedo con las mejillas ardiendo y una especie de culpa que se acababa de instalar en su cabeza.
Aedric no parecía tan cruel. O sea si lo era, pero, parecía alguien más que toma malas decisiones a alguien cruel sin escrúpulos. ¿No?
Aedric permaneció inmóvil, la mirada fija en Nerya.
—¿Por qué aceptaste la unión? —indagó el Rey.
Nerya parpadeó. Ella no estaba del todo consiente de que el rey no era el autor principal de aquella boda, sino su madre.
—Mi padre aceptó la misiva de tu reino, y aceptó esto… —dijo al fin, apenas audible.
—¿Por qué? —preguntó, ladeando el rostro—. Quiero decir suena a algo que tú no querías hacer.
Ella se incorporó despacio, como si le pesaran las palabras.
—Nos debemos a nuestra gente, a la corana… —dijo al cabo de un silencio—. He hecho lo mejor para mí pueblo.
El la miró, confundido. Pero no quiso preguntar más, él no era hombre de interesarse en nada de aquello. De hecho ni siquiera la había llevado allí para eso.
—Supongo que me entenderás —añadió la princesa—, quiero decir, también te casas por la corana. Buscas un… sucesor ¿No?
—Mi madre considera que es lo mejor, el consejo también lo cree —aseguro él—. Yo me resistía a la idea, no quería volver a pasar por lo mismo otra vez.
Nerya se sintió genuinamente interesada.
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Editado: 06.11.2025