Una Esposa para el Rey Cruel

El Baile Real

El galope de los caballos rompió la calma del bosque, un estruendo seco que se mezcló con el murmullo del agua. Aedric alzó la cabeza, los músculos tensándose como los de un lobo que huele peligro antes de verlo. Sus instintos —afilados por años de guerra y traición— le dictaron una única cosa: protegerla.

Sin pensarlo, extendió un brazo por delante de Nerya, un gesto tan natural que ni él mismo entendió de dónde había surgido. Era un reflejo, una orden del cuerpo más que de la mente. La princesa, al notar su cambio, se sumergió instintivamente hasta el cuello, como si el agua pudiera cubrirla del mundo, como si las ondas cristalinas pudieran esconder su respiración agitada.

El sonido se hizo más claro: seis caballos. Aedric entrecerró los ojos, observando las figuras que emergían entre la bruma húmeda del bosque. Las sombras se definieron con rapidez: capas oscuras, estandartes dorados ondeando con el emblema de la Casa Real de Varua.

Su caballo relinchó donde estaba atado y el rey soltó el aire con un suspiro contenido. Eran sus hombres.

—Tranquila —murmuró, sin apartar la vista del sendero.

La palabra sonó extraña en su boca, como si el simple acto de pronunciarla suavizara la dureza de su voz. Pero había algo en la mirada de Nerya, en la forma en que temblaba ligeramente, que despertó en él una necesidad que no sabía que poseía: ofrecerle calma.

El ruido de los cascos cesó, y los hombres desmontaron en perfecta sincronía. Dos de ellos —los que iban a la retaguardia— se adelantaron con reverencias profundas, bajando la cabeza ante su rey.

—Majestad —dijo uno, con el tono reverente de quien teme interrumpir algo que no debería haber visto.

Aedric salió del agua con paso firme, las gotas corriendo por su piel hasta perderse en la hierba. Extendió una mano hacia Nerya, ayudándola a salir también. Ella la aceptó, intentando cubrir con una mano parte de la piel expuesta, el rubor subiéndole por las mejillas como fuego contenido. A pesar de su intento por mantener la compostura, su respiración delataba la incomodidad de saberse observada.

El rey recogió su capa de la orilla y, sin decir palabra, se la extendió para que se cubriese. Lo hizo con un gesto rápido, casi brusco, pero cargado de una intención silenciosa. Protegerla. Ocultarla de las miradas curiosas de sus soldados.

Solo entonces se giró hacia los hombres, el mentón alto, la postura imponente que hacía recordar a todos quién era.

Detrás del grupo de soldados, el sonido de ruedas sobre la tierra húmeda anunció algo más. Un carruaje.

El jefe de la guardia dio un paso adelante.

—Su Majestad, disculpe las molestias. La reina su madre ha ordenado que se le localizara. —El hombre tragó saliva antes de continuar—. Le preocupaba que hubiese salido sin seguridad... y tampoco encontrábamos a la princesa. Temía por su bienestar. Sobre todo con las tensiones en el reino... muchos no están contentos.

Antes de que Aedric pudiera responder, la puerta del carruaje se abrió con un golpe suave. La reina madre descendió con la ayuda de su dama de compañía, su figura erguida y majestuosa incluso en la sencillez de un vestido marfil.

Su mirada recorrió el claro, el lago, y por último a su hijo. Por un instante, algo parecido al alivio cruzó su semblante. Luego sus ojos se detuvieron en Nerya, empapada, con el cabello pegado a la espalda y los labios entreabiertos, de pie detrás del rey.

Una sonrisa se curvó en el rostro de la reina.

—De haber sabido que andaban juntos, no los hubiéramos molestado. —Su voz tenía esa suavidad sugerente que solo una madre con poder podía dominar—. Pero mi hijo tiende a tomar decisiones que podrían ponerlo en peligro, y nadie conocía su paradero.

Aquello no era una disculpa. Era una advertencia envuelta en seda.

Aedric dejó escapar un suspiro pesado, alzando la cabeza solo un instante, lo suficiente para mostrar cansancio, pero no sumisión. Estaba acostumbrado a sus reprensiones, a las palabras que sonaban dulces y sabían a hierro.

Sin responder, comenzó a vestirse.

El silencio se extendió entre todos, solo roto por el sonido del agua y el roce de las telas. La reina madre aprovechó para dirigir su atención al jefe de la guardia.

—Da la orden de que los que fueron hacia el sur regresen. Diles que el rey ya ha sido encontrado.

—Sí, Su Majestad.

El hombre se inclinó, montó de nuevo y, con un gesto rápido, hizo que parte del grupo se retirara. Los demás permanecieron atentos, listos para escoltar a la realeza de vuelta al castillo.

Aedric terminó de abotonar su camisa. Se giró hacia Nerya y le hizo un leve gesto con la cabeza. Ella también ya estaba vestida.

—Ven —dijo simplemente.

Ella obedeció, caminando hasta su lado. El rey montó su caballo con la agilidad de quien ha nacido sobre una montura. Luego extendió una mano hacia ella. Esta vez, el gesto fue natural, fluido, como si ambos lo hubiesen hecho mil veces.

Nerya colocó su mano sobre la de él y dejó que la alzara con facilidad. Aedric la acomodó delante de sí, su brazo rodeándola para sostenerla. El contacto la estremeció. Podía sentir la calidez de su cuerpo, el latido firme de su corazón, el roce de su aliento junto a su sien.

—Esta noche —dijo la reina madre alzando la voz con esa cadencia regia que exigía atención, ante su hijo— será la presentación de la princesa ante el consejo. Espero que seas puntual, hijo mío.

Aedric giró la cabeza, arqueando apenas una ceja.

—No sería capaz de hacer esperar a mi futura esposa —respondió, con un tono tan sereno que descolocó incluso a su madre.

Nerya sintió cómo su corazón se agitaba en el pecho. Aquellas palabras, dichas con calma, pero con un matiz cálido e inhabitual en él, encendieron algo dentro de ella. No supo si era timidez, orgullo o algo más profundo que no quería nombrar.

La reina madre asintió con un leve gesto, como si aquellas palabras hubieran sido exactamente las que esperaba escuchar.




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