Nerya cerró la puerta de sus aposentos con cuidado, como si el mínimo golpe pudiera atraer a un centenar de testigos.
Apoyó la espalda en la madera un respiro, sólo para obligar al corazón a obedecer. El eco del banquete seguía vibrando en sus oídos: las copas rotas, los pasos apresurados, la palabra madre atravesando el salón como una flecha.
No había visto a su dama de compañía desde el brindis; ella también había estado en la cena de compromiso y, después del caos, cada quien se había dispersado donde pudo. Aquí, por fin, había silencio.
Necesitaba agua caliente. Tal vez un té. Algo que asentara los huesos y silenciara la sacudida que le temblaba por dentro.
Dio dos pasos, luego tres, y se detuvo al notar que sus manos aún temblaban. El cuarto estaba ordenado: la cama tendida, el tocador con los frascos cerrados, el brasero encendido a media llama. Todo en su sitio, como si el mundo no se hubiese abierto en canal hacía apenas un rato.
Caminó hacia la ventana. La noche afuera parecía de metal negro. El vidrio devolvió su reflejo: mejillas encendidas por la tensión, un mechón escapando del recogido, el vestido ajustado en los hombros como un juramento que apretaba.
Se mordió el labio. Imágenes se superpusieron: la reina doblándose sobre sí, el abanico abierto como un ala rota, el desconocido quebrando el círculo de invitados, la súbita comprensión en su pecho. El pedido de la reina madre la atravesó otra vez con la misma fuerza: prométeme. Y ella había prometido.
Apoyó la palma en el alféizar para recobrar aire. No sabía si la ceremonia había concluido, pero el hilo del banquete estaba roto, colgando de un clavo invisible.
Se obligó a dejar de pensar, aunque fuera por unos segundos. Se volvió hacia la mesa, recogió una jarra con agua y se sirvió. Bebió despacio. El líquido no calmó nada, pero la acción le dio algo concreto que hacer.
El picaporte giró.
Nerya giró con el pulso alto. La puerta se abrió lo justo y Aedric cruzó el umbral con la misma energía contenida con que se atraviesa un campo minado. Cerró detrás de sí sin estrépito, como si el corredor fuese un animal que conviene no despertar. Traía el gesto duro de quien ha dado demasiadas órdenes en muy poco tiempo.
Por un momento ninguno habló. La distancia era corta, el aire del pasillo seguía pegado a su capa. Sus ojos —brillantes, alertas— recorrieron la estancia, hicieron una pausa en ella y entraron en foco. Llevaba la tensión posada en los hombros, pero no era ira; era otra cosa más peligrosa: cuidado.
—Me pidió que la dejara sola —dijo al fin, con voz grave—. Necesita descanso. Y un baño.
Nerya asintió. La frase instaló una calma pequeña en medio del cansancio.
—Lo vi en su rostro —respondió—. El curandero dijo que estará bien si reposa.
Él soltó una exhalación que no llegó a ser alivio. Dio un paso más al interior, y la habitación pareció encoger un poco. Nerya se sentó en la orilla de la cama; necesitaba anclar el cuerpo a algo. Aedric se desabrochó la capa y la dejó sobre el respaldo de la silla. Sus gestos eran cortos, prácticos, sin adornos.
—No lo han podido alcanzar —dijo de pronto.
La frase le cortó la respiración. Nerya parpadeó, como si alguien le hubiese encendido una lámpara demasiado cerca.
—Entonces conoce el palacio —concluyó el con voz seca—. Conoce las sombras y los pasos de los guardias. O alguien se las enseñó.
Nerya afirmó con un movimiento mínimo, no como si estuviera de acuerdo, sino más bien como quien escucha.
—¿Escuchaste o viste algo? —preguntó, directo.
Las palabras cayeron entre ellos con un peso muy claro. Nerya sintió otra vez la presión de la promesa en la garganta. Podía oír, como si todavía estuviese allí, el susurro de la reina: cuánto cuesta tu silencio. No apartó la mirada.
—No —dijo.
No añadió nada. Dejó la palabra limpia a la intemperie, sabiendo que era exacta y que, al mismo tiempo, no le hacía justicia a todo lo que esa conversación había arrastrado dentro de ella. El silencio que siguió fue breve, pero intenso. Aedric la sostuvo con la mirada, evaluando algo que no dijo. Luego asintió, como quien guarda un dato en una caja que abrirá más tarde.
Se aflojó otro cierre. La tela oscura se desplazó y el borde de su camisa quedó a la vista. No había en su gesto exhibición alguna; simplemente la formalidad le sobraba, y el cuerpo pedía moverse sin armaduras. Nerya, sin permiso de sí misma, siguió el movimiento con los ojos. El corazón le dio un golpe irregular. Apartó la mirada un segundo, molesta con su propio pulso.
—Debo quitarme el vestido —dijo, más para romper la inercia que por pudor—. El broche de la espalda se ha… —Se llevó las manos al cierre, tanteando—. No alcanzo.
Se puso de pie. Notó el tirón del corsé debajo de la seda; le cortaba la respiración desde hacía horas. Buscó la primera cinta. La trenza de nudos se le presentó como un enemigo antiguo. Tiró de una punta, luego de otra. Nada. La tela no cedía. Exhaló con frustración.
El rey ya estaba a un paso. No habían sido pasos ruidosos, pero el espacio se le llenó del calor de su presencia.
—Déjame —dijo.
Su voz rozó la nuca de Nerya como un guante. Ella se quedó quieta por reflejo, los dedos aún torpes sobre la cinta. Sintió cómo Aedric alzaba las manos y, sin tocar más piel de la necesaria, hallaba la primera lazada. Sus dedos eran exactos. Tiró de la hebra correcta, deslizó el nudo con la paciencia de quien desarma trampas. El lazo cedió. El segundo, un poco más tenso, resistió hasta que lo atrapó por la esquina oculta. El vestido aflojó un milímetro. El aire entró mejor.
Nerya no se movió. Tenía los puños cerrados a la altura de las caderas sin darse cuenta. El cosquilleo ascendió por sus piernas con la precisión de una corriente obstinada, y se alojó en el estómago como una piedra leve. No era miedo. No era comodidad. Era… una alerta que no encontraba dónde fijarse sin arder.
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Editado: 13.11.2025