Asesina me gritaba la conciencia desde lo más profundo del alma. La culpa me asfixiaba como una soga al cuello conformada por los eventos de la última hora.
Apenas lograba ver lo que tenía enfrente, aunque la noche estaba despejada, los árboles impedían que las estrellas iluminaran mis pasos. Habría sido más sencillo utilizar uno de los caminos principales que cruzaban el bosque de Encenard, pero no podía correr el riesgo de que alguien me viera andando a la medianoche con el vestido rasgado y cubierto en sangre.
Maté a un hombre. La culpa martilleaba mi cabeza casi tan fuerte como la roca que estrellé contra el cráneo del señor Rosler.
Una rama seca se partió bajo la suela de mi zapatilla azul. Hice una pausa y miré a mi alrededor, temiendo que alguien hubiera escuchado. Era una precaución absurda, si había alguien cerca, mis jadeos desesperados alertarían a esa persona mucho antes que mis pasos. Además, mi crimen ya contaba con un testigo. Era inútil intentar ocultarme. Pronto pagaría por mis actos.
¿Cuántos kilómetros llevaba recorridos? No los suficientes para que mis manos dejaran de temblar. Seguí andando, extenuada. Jamás me había sentido tan cansada en toda mi vida y a la vez, estaba llena de energía, el miedo corría por mis venas provocándome un estado de alerta febril. El corazón me bombeaba con tal fuerza que lo sentía a estallar.
Unos pasos más adelante, salí de la espesa arbolada a un amplio terreno despejado. Mi hogar se hallaba a solo unos metros, tan bonito y familiar como me parecía siempre, excepto que esta vez tenía miedo de entrar. No quería enfrentarme a mis padres, que la familia supiera lo que había hecho. Mis malas decisiones de esta noche iban a arruinar sus vidas idílicas y no soportaba la idea de traer esta oscuridad sobre la gente que más amaba.
Con mucha cautela, me acerqué al edificio principal, pasando por un costado de las caballerizas y los alojamientos de la servidumbre. Caminé de puntitas, haciendo mi mejor esfuerzo para acompasar mi respiración agitada, no deseaba perturbar el sueño de nadie. Entré a casa por la cocina, sabiendo que a estas horas estaría desocupada y utilicé los pasillos que normalmente estaban reservados para el servicio para llegar a la planta alta en donde estaban las habitaciones de la familia.
La recámara de mis padres se encontraba al final del pasillo, su puerta estaba entreabierta, como la dejaban siempre que yo salía de noche, para que me acercara a avisarles en cuanto llegara a casa.
Esta vez no lo hice, no podía. Entré a mi recámara y cerré la puerta con mucho cuidado tras de mí. Me acerqué a la chimenea y me hinqué delante del fuego, acercando mis manos para ver si así dejaban de temblar. Tenía los pies empapados por el fango, sentía la humedad del bosque debajo de las medias y las enaguas, pero no iba a lograr quitarme el intrincado vestido sino recuperaba la firmeza de las manos.
Al verlas bajo mejor luz, solté un grito ahogado. Mis palmas estaban teñidas de rojo. Bajé la vista al vestido, la falda era una desgracia de manchones de lodo y sangre. Me levanté de un brinco y corrí al espejo. Mi reflejo era irreconocible, tenía el cabello enredado, lleno de ramas y hojas, y llevaba los ojos hinchados por llorar.
Ni siquiera recordaba haber llorado, tal vez lo había hecho durante el ataque del señor Rosler, no estaba segura. Pensar en él y en lo que había hecho me provocó arcadas. Me así del mueble que tenía más cerca para no perder el equilibrio y di un par de respiraciones profundas.
Una vez que me sentí ligeramente mejor, me dirigí a la jofaina que estaba en una esquina y me lavé el rostro y las manos. El agua se tiñó de rojo. El estómago se me contrajo. La sangre de Rosler parecía infestarlo todo
Asesina, volvió a acusarme la consciencia.
A tirones comencé a quitarme el vestido. La tela de la pechera se rasgó, pero el vestido ya estaba estropeado de cualquier modo, Rosler me había arrancado una manga durante el forcejeo y estaba segura de que las manchas en la falda jamás saldrían. Además, aun si, por algún hecho asombroso, el vestido pudiera restablecerse a su esplendor original, yo jamás querría volver a usarlo. Ya no era más un atuendo precioso que resaltaba mis mejores rasgos, ahora era la desdichada prenda que ese canalla había pretendido arrancarme para abusar de mí.
Una vez que quedé en la ligera camisola de debajo, arrojé la tela al fuego. Comencé a temblar, ya no solo eran mis manos, toda yo me sacudía con violencia mientras veía las llamas consumir lo que una vez había sido uno de mis vestidos predilectos.
¿Qué será de mí ahora?, me pregunté horrorizada. Sabía que en el reino se castigaba a los asesinos con la horca, pero jamás había escuchado de alguna mujer que fuera condenada a ese destino. ¿Tendrían indulgencia de mí por quién era mi abuelo? Tal vez si le explicaba al juez que Rosler me había atacado primero, pero… en ese caso, tendría que confesar también la imprudencia que me había llevado a encontrarme con un extraño a solas en plena noche. Llenaría a mi familia de vergüenza.
Teodoro Schubert, mano derecha del rey, con una nieta disoluta y asesina… La intachable reputación de los Schubert quedaría hecha añicos. No podía hacerle esto a la familia.
El olor de la tela quemada se volvió insoportable, corrí a abrir mi ventana de par en par antes de que el humo saliera por el pasillo.