Los domingos en este pueblo siempre han tenido el mismo ritmo: misa a las diez de la mañana, saludos incómodos en la salida y el repiqueteo de campanas que parece no acabarse nunca. A mí no me gusta demasiado, pero Emma insiste en venir, y yo no soy hombre de negarle algo a mi niña.
El templo huele a incienso y madera vieja. Emma, con su vestido blanco de domingo y las coletas rebotando, camina delante de mí como si fuera un ángel dispuesto a darle órdenes al mismísimo cielo. Yo me siento en la banca, mientras ella se arrodilla y reza con fervor. Después de la misa, como siempre, corre hacia el confesionario.
—Papá, espera aquí —me dice con una seriedad que me hace sonreír.
Yo asiento, me acomodo en la banca cercana y, aunque no pretendo escuchar, la voz de mi hija es demasiado clara para pasar desapercibida.
—Bendígame, padre, porque he pecado —comienza con solemnidad—o no,en realidad tengo una queja en realidad con el señor dios.
El cura carraspeó desde dentro del confesionario haciéndome sonreír a mi también debido a sus palabras.
—El Señor te escucha, hija, dime tus pecados y tu he… queja.
—He mentido —responde Emma—, pero solo un poquito, cuando dije que ya me había lavado las manos y todavía estaban sucias. Y también le dije a mi perrito que lo odiaba cuando me mordió la media, pero eso fue mentira, porque lo amo igual.
—Bien, hija, ¿algo más? —dijo el padre reprimiendo una risa
—Sí, tengo una queja como dije— Emma suspira.
—¿Cuénteme tu queja? —declaró el cura despues de guardar silencio unos segundos.
—Sí. Mire, padre, yo he sido buena. Muy buena. Obedezco a papá, hago mis tareas, no le robo galletas al frasco… Bueno, casi nunca. Entonces, ¿por qué su jefe, o sea Dios, no me ha cumplido?
—No entiendo qué quieres decir, hija—hice mis labios una línea ante la evidente contecion de la risa del sacerdote.Me crucé de brazos, conteniendo mi propia carcajada, porque ya sé lo que se viene.
—Pues que yo pedí una mamá—dijo mi hija resoplando—Lo pedí con todo mi corazón. ¡Y nada! No ha llegado ninguna.
El silencio dentro del confesionario es tan grande que escucho al padre tragar saliva.
—Hija, esas cosas… no se piden así —balbucea.
—Claro que sí —replica Emma—. Y hasta hice mi tarea. Hice una lista de las diez mujeres más buenas del pueblo, para ver si alguna podía ser mi mamá.
Yo casi me ahogo con mi propia risa.
—¿Una lista? —pregunta el cura con paciencia.
—Sí. Pero ninguna es perfecta. Mire, la señora Wilson cocina rico, pero ronca más fuerte que un tractor, y yo quiero dormir en paz. La señorita Clara es guapa, pero se pinta tanto los labios que seguro me mancha las mejillas cada vez que me bese. La señora Brown huele bonito, pero siempre anda contando chismes y yo no quiero que mi papá se enoje más de lo que ya vive enojado. Y la señora…
Emma sigue enumerando defectos y yo tengo que llevarme una mano a la boca para no soltar la carcajada frente a toda la iglesia. Observé al cura intentar mantener la compostura, pero hasta él se ríe por lo bajo.
Cuando mi hija finalmente salió del confesionario, con la frente en alto como si hubiera dictado sentencia divina, yo ya estaba de pie esperándola. Ella sonreía orgullosa de lo que creía un secreto. La tomé de la mano y le di un pequeño beso en su mejilla. Traté de salir de la iglesia sin encontrarme con alguien, pero como cada domingo, la hija del panadero se acercó.
Llevaba un vestido demasiado ajustado y una sonrisa demasiado interesada para este lugar, pero aquella chica se había criado lejos de todo aquel pueblo. Era justo el tipo de mujer que odiaba.
—Hola, Ethan —dijo, apoyando una mano en mi brazo—. Qué hermosa está tu hija… ¿No te cansa hacer todo solo? —sonrió—podríamos ir al parque juntos y cuidarla entre los…
—No gracias—dije sonriendo con incomodidad—Gracias por el cumplido —respondo seco—. Pero no, no me canso ni necesito que nadie me ayude a cuidarla.
Ella se inclinó un poco más, ignorando mi gesto e intenté mantener la calma mientras ella hablaba una vez más.
—Vamos, sabes que te vendría bien alguien que te ayude… alguien como yo.
—No estoy buscando a nadie— respiré hondo y la aparte con educación, pero con firmeza—ahora solo me iré a casa tengo cosas que hacer.
Avancé con mi hija hasta el auto mientras me recordaba porqué odiaba a ese tipo de mujeres de ciudad. Tuve suficiente con una mujer que me dejó con una bebé en brazos porque dijo que no podía arruinar su juventud. Desde entonces aprendí que las mujeres bonitas y elegantes solo traen problemas.
Vi a la mujer caminar en dirección contraria con una mueca en sus labios mirándome con enfado mientras murmuraba algo que no alcancé a escuchar.
—¿Nos vamos, papá? —me sacó de mis cavilaciones, la ayudé a subir al auto.
—Vamos, princesa—vámonos a casa.
El camino de regreso en la camioneta no era precisamente largo, el paisaje era tranquilo, casi idílico y justamente por eso amaba vivir en aquel lugar apartado del mundo. Mi hija ocupó toda mi atención con sus historias hasta que pasamos frente al rancho de los Patterson. Vi al viejo Harold, mi único vecino colgando un cartel en su propiedad. Me detuve tan de prisa que mi hija chilla antes de reír.
—Quédate aquí cariño—dije bajando del auto con prisas.
—¡Harold! ¿Qué significa esto? —dije a pocos pasos del coche—¿Vas a vender?
—No, estoy aburrido y quiero clavar un cartel frente a mi casa. — El anciano se limpió el sudor de la frente antes de responder con sarcasmo.
—Hablemos, estoy interesado, cuanto quieres.
—Lo siento, Ethan. Ya tengo comprador—Él niega con la cabeza.
—¿Quién? —gruño, sintiendo la rabia subir por mi pecho.
—Eso no importa. Solo sé que a la última persona que le vendería mis tierras es a ti.
El hombre da media vuelta, dejándome de pie bajo el sol con un enfado mucho mayor. Regresé al auto donde la mirada critica de mi hija me esperaba.
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Editado: 03.10.2025