Isabella
Respiré el agradable olor del pasto cuando el tren me dejó a las afueras del pueblo.
Un señor con un auto que parecía haber sufrido más choques en su historia que cualquier otra cosa me esperaba.
Suspiré con prisa mientras el anciano que parloteaba me llevaba con prisas hasta el rancho que había comprado por internet.
A ciencia cierta no sabía qué esperaba; tal vez una casita acogedora con flores en el porche o una brisa campestre que curara mis traumas sentimentales.
Pero lo que encontré fue… bueno, un cadáver con techo. Aquella casa tenía más años que probablemente toda su familia, pero era mejor que nada.
Negué para mis adentros diciéndome que era mejor seguir adelante y suspiré cuando el portón chirrió como si se quejara de su existencia.
Había hablado con un señor mayor cuando compré la casa, pero no pensé que me entregaría un lugar desaliñado con ventanas polvorientas.
—Hogar, dulce hogar —murmuré, mientras algo de la pintura se desmoronaba del marco— al menos digamos que compré una ruina con personalidad.
Dejé lo poco que traía conmigo sobre uno de los muebles desaliñados de aquel lugar, pensando en mi última relación.
Aquella desastrosa mezcla entre telenovela y pesadilla laboral con mi exjefe me había dejado claro: necesitaba empezar de cero. Paz, silencio, naturaleza… y ningún hombre.
Respiré el olor a madera vieja y recuerdos olvidados. El suelo, que crujía bajo mis botas mientras recorría las habitaciones, me recordaba que ahora esta era mi nueva vida.
Me emocioné al pensar que conseguiría mi propio negocio y tendría la oportunidad de preparar el menú que siempre quise, sin que me frenara o cuestionara.
Sonreí al llegar a la enorme cocina con potencial de aquella casa. Parecía estar en ruinas y, al mismo tiempo, quería seguir manteniéndose en pie. De algún modo, ese lugar herido se parecía a mí.
Subí las escaleras para inspeccionar los dormitorios, soñando despierta con cortinas nuevas y una bañera llena de burbujas.
—Podría pintar esto de blanco… y tal vez poner una lámpara colgante aquí —dije para mí misma, con una ilusión que duró exactamente cinco minutos.
Porque cuando bajé de nuevo al salón, casi me da un infarto. Había una niña de unos seis años, con un vestido rosa de tul y zapatillas llenas de barro, parada justo en medio de mi sala. Sonreía.
—¡AAAAH! —grité, dejando caer la bolsa entre mis manos.
—¡AAAAH! —gritó ella también, como si imitara mi histeria.
Nos quedamos mirando mutuamente, las dos. La niña parpadeó, inclinó la cabeza y, con total calma, dijo:
—¿Tú quién eres? —fue directa— ¿No te conozco del pueblo?
—¿Quién soy yo? —murmuré sonriendo dulcemente— mejor dicho, ¿quién eres tú? Porque esta es mi casa, señorita.
Ella frunció el ceño y, muy seria, respondió:
—No, esta es la casa del abuelito Thompson. ¿Tú la compraste?
—Bueno, sí, yo... la compré —dije sonriendo— pero tú, ¿cómo entraste?
—Por la puerta, estaba abierta. Ella no la arregló cuando discutió con papá y rompió el cerrojo con su rifle —se encogió de hombros con total naturalidad mientras yo no sabía qué responderle a eso.
¿Discusiones y disparos?
¡En qué película del oeste estaba!
Suspiré diciéndome que solo debía adaptarme y que probablemente aquella niña solo inventaba cosas.
Observé a la niña: tenía una expresión tan dulce que era imposible enojarse. La pequeña miró hacia el envase transparente donde había conservado el pastel que pensé emocionaría a mi ex.
—¿Quieres un trozo? —pregunté, intentando alejar los malos pensamientos.
—¿Puedo? —sus ojos brillaron— ¡Papá no sabe hacer pasteles!
—Oh, bueno, vale, pero prométeme que tocarás antes de pasar.
Ella rió, se sentó a la mesa y asintió mientras le servía un poco de aquel pastel.
—Yo me llamo Emma —anunció con la boca llena—. Vivo en la granja de al lado.
—Encantada, Emma. Yo soy… Isabella, pero puedes decirme Isa.
—Me gustas, Isa. —Me miró con la solemnidad de una jueza—. Creo que serás mi mamá.
—¿Perdón? —dije con el ceño fruncido.
—Sí. —Sonrió con inocencia—. Tú serás mi mamá. Ya lo decidí.
—Eh… no, cariño, eso no… no funciona así.
—Claro que sí. Te gusta el pastel, sabes cocinar y tienes cara de buena persona. Papá dice que ser buena persona es lo más importante.
Estaba a punto de soltar una carcajada nerviosa cuando la puerta principal se abrió de golpe.
Un hombre enorme, con el cabello oscuro y los brazos cruzados, llenó el marco de la entrada. Llevaba una camiseta negra pegada al cuerpo y jeans gastados. Tenía ese tipo de presencia que hace que el aire se espese.
—Emma —su voz fue grave, autoritaria—. ¿Qué te he dicho de entrar sin permiso a la casa de este viejo cascarrabias?
La niña sonrió, sin inmutarse, mientras aquel hombre dejaba de sonreír ante mi apariencia. La niña, entre los dos, habló de la nada.
—Encontré a mi nueva mamá, ¡es ella!
—¿Qué? —preguntó el hombre, y luego su mirada se clavó en mí. Frunció el ceño, dando un paso al frente—. ¿Quién demonios es usted y qué hace en esta casa? ¡Además, qué diablos le ha dicho a mi hija!
—¿Yo? —Me levanté, intentando sonar segura, aunque mi corazón latía como un tambor—. Yo soy la nueva dueña; eso hago en esta casa, y usted debería ser más amable. No le he dicho nada a su hija.
—¿No entonces por qué dice que eres su madre? —miró a Emma— Nena, de las mujeres en este mundo estas son las peores —me miró con disgusto—: son todas vanidosas y sin conciencia, que solo quieren dinero o belleza.
—¿Cómo ha dicho? —me molesté—. ¿Quién cree que es usted para entrar a esta casa y ofenderme? Lárgate de mi propiedad.
—¿Tu propiedad? —bufó— ¿Tú compraste esto? ¿Para qué, para vacacionar mientras gastas el dinero de tu marido?
Aquello superó mi límite. Le sonreí a la pequeña que había vuelto a comer su pastel y me acerqué sigilosamente hasta el hombre guapo pero malhumorado frente a mí.
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Editado: 24.10.2025