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** Algunos años después**
—Eres una...verdadera maldición —la mujer de los cabellos grisáceos hizo una pausa. Aquellos ojos tan oscuros como las profundidades del mar se clavaban sobre la mirada de la pequeña, la cual sentía que esa mirada le arrebataría su alma.
La chiquilla, ya de unos 5 años, de una cabellera blanca como la nieve, y unos ojos celestes como si se tratara del cielo mismo. Sus manitos se encontraban ocultas bajo la falda del vestido que llevaba puesto.
Apretaba con más fuerza su agarre, intentando reprimir sus ganas de llorar. Sintió como nuevamente esa increpa mirada la hacía sentir como el ser más insignificante del planeta.
—¿P-podrías dejar de observarme de ese modo, madre?
—No.
Escucho con temor la respuesta de la mujer. Los pelos se le ponían cada vez más de punta. El miedo aumentaba cuando sentía como esos oscuros ojos la observaban de pies a cabeza.
—Deberías..., de guardar esa opinión. ¿Me escuchaste?
Ella sabía que esa oración no era un simple pedido, era una orden.
—S-si —Respondió en un tono de voz casi inaudible; empezaba a alterarse debido al recelo en su cuerpo.
—¿Sí que? —la voz de su madre bajó aún más de tono, dejando estelas frías al cerrar sus labios.
—Si, señora.
Bajo su mirada, con clara aprensión y nerviosismo en su pecho hacia sus manos que permanecían sobre su regazo.
Levantó la mirada otra vez, notando que nuevamente se encontraba sola. Un suspiro tembloroso se escapo de sus labios y se recostó sobre la cama.
Soltó una pequeña protesta al escuchar como tocaban la puerta de su recámara. Ya con sus pies sobre el suelo, sintió como el frío piso comenzaba a rociar con la calidez de sus pies calentitos.
—Uh, ¿quién es? —pregunto antes de agarrar la manilla de la puerta entre sus manos.
—Princesa Oyuki, la esperan en el jardín —habló una voz grave.
—¿De... parte de quién? —reclamó manteniendo su mano en la cerradura.
—Su institutriz.
Respondió la voz, grave y autoritaria. Pertenecía al joven almirante Takashi Shimizu.
Era un joven de alta estatura y un porte imponente, destacando entre los guerreros de Tartarys. Su cabellera negra, reluciente y llamativa como la obsidiana pulida, cayendo con elegancia sobre sus hombros, no faltaba decir que era la envidia de los otros hombres que no podían igualar su distinción.
Sus ojos verdes, profundos y serenos, era como admirar el mismo prado. Vestía una armadura oscura, las placas metálicas, opacas y sin brillo, reflejaban su deseo de discreción en el campo de batalla, pero no podían ocultar la cuidadosa manufactura que mostraba su alto rango.
Cada pieza estaba decorada con grabados en formas de dragones, símbolos de lealtad al imperio. La hombrera izquierda, más ornamentada que el resto, lucía un emblema dorado que señalaba su autoridad como almirante.
—¡Oh! Eres tú, Shimizu —apartó la puerta por completo, observando al joven frente a ella y echando una leve mirada a su fornido torso.
Dio una pequeña reverencia, levantando sus ojos, distinguiendo cómo esos ojazos verdes la observaban por poco con reprensión.
—¿Sucede algo? —le pregunto nerviosa.
Al no obtener una respuesta clara, nerviosa empezó a morder su labio inferior, dejando marcas de dientes sobre ellos.
—Yo... bajaré al instante.
Con los ojos fijos en el suelo, emprendió camino. Se detuvo abruptamente al levantar la mirada hacia arriba, prestando atención a como el joven le impedía el paso.
Movió sus labios para tratar de articular alguna palabra o sonido, desconociendo que esta vez el almirante tomaría la palabra.
—Su Excelencia. Lamento el incomodarla de esta forma, pero, yo pretendo que tenga algo en claro entre nosotros.
—¿Uh?, ¿y qué sería?
—El que debería de estar de rodillas, soy yo, no usted. ¿Lo ha entendido, Majestad?
Sus palabras terminaron flotando en el aire como un juramento entre ellos. Oyuki parpadeo, sorprendida y por un instante el mundo pareció entrar en pausa. Aquel joven, se había entregado a ella con una humildad que nunca vio en nadie.
—Sí... Shimizu —susurro ella en respuesta.
***
Oyuki era una niña preciosa. Su largo cabello blanco caía en ondas suaves, rozando casi con el suelo, y enmarcando su delicado rostro con algunos mechones rebeldes. Su piel, pálida como la nieve, resaltaba el azul vibrante de sus grandes ojos, los cuales reflejaban la luz con un brillo cristalino.
Vestía un elegante vestido negro y blanco con detalles de encaje y tul, cuya falda amplia le daba un aire majestuoso. Un pequeño collar negro adornaba su cuello, y en su cabello llevaba una rosa azul. Al igual que su porte, que era delicado pero firme, pareciendo una muñeca de porcelana.
El camino hacia el jardín era en un comienzo, incómodo. Ya que ambos se mantenían en silencio, pero poco a poco la joven empezó a sentirse más en confianza con el almirante.
—¿Cuál es tu nombre completo? —cuestionó ella, interesada en su respuesta.
—Shimizu Takashi —respondió él. Su rostro seguía manteniéndose monótomo, pero tenía una voz más pacifica ahora.
—Oh, me gusta. Yo soy Oyuki Yokimuro —él asintió en respuesta.
—Lindo nombre —menciono él de repente. Oyuki se volteó a observarlo con sorpresa, y sonrió.
—Gracias. Eres el primero en decírmelo —respondió ella con suavidad.
—De nada —respondió él en voz baja.
La pequeña solo sonrió ante su respuesta, y siguieron caminando. Mientras Oyuki y Shimizu caminaban por los pasillos adornados con tapices antiguos, la niña notó uno en particular.
Representaba una imponente criatura de escamas oscuras y ojos centelleantes, surcando por los cielos con una majestuosa presencia. Oyuki se detuvo en un instante, observando la imagen fascinada.
—Shimizu... ¿Qué es esto? —preguntó, señalando el tapiz.