El aire en el estadio huele a hielo recién rasurado y esfuerzo condensado. Estoy sentada en las gradas, con las piernas cruzadas, envuelta en mi abrigo de lana oscuro y con el cabello rojo recogido en una coleta alta. La pista de hockey de la universidad está más viva de lo habitual: gritos, golpes contra los tableros y el sonido del puck rebotando en los palos.
Mis ojos siguen a Rider Jeroff.
Es difícil no hacerlo. Se mueve con fuerza, precisión y esa arrogancia natural que parece llevar tatuada en los hombros. El casco no oculta su expresión ni la seguridad con la que lanza el disco directo a la portería. Lo anota. Por supuesto. Sus compañeros lo vitorean. Él levanta los brazos como si fuera un dios del hielo.
Ruedo los ojos.
—Mucho ruido para algo tan básico —murmuro, suficientemente alta para que los jugadores más cercanos a la banda puedan oírme.
Uno de ellos, el número 18, me lanza una mirada divertida desde la pista. Otro sonríe. Y es entonces cuando Rider me ve. Se detiene en seco, el stick aún en mano, y me dedica esa sonrisa torcida que tanto me irrita.
Perfecto. Hora de divertirme un poco.
Me levanto con calma, como si esto fuera un desfile, y camino hasta la reja del costado. Apoyo los codos, entrelazo las manos y elevo la voz:
—Vaya, Rider... con ese último tiro, casi lograste hacerme sentir algo. Casi.
Algunos jugadores ríen, otros se miran entre sí, divertidos y expectantes.
—¿Vienes a aplaudirme, princesa del hielo? —responde él, sin perder la sonrisa. Se desliza hacia donde estoy con ese estilo fanfarrón que solo él puede llevar sin parecer ridículo.
—No, vengo a ver si el hockey finalmente supera al patinaje artístico. Pero hasta ahora... decepcionante. —Dejo que mis palabras floten con ligereza, como si no fueran veneno. Me encanta hacerlo así: elegante, afilada.
—¿Te estás comparando conmigo en una pista, Sydney? —me pregunta con voz baja, arrastrando las sílabas como si estuviera disfrutando cada una.
—¿Compararme? Oh, no. Sería injusto para ti. —Sonrío, ladeando la cabeza. Los chicos detrás de él silban, otros sueltan un "¡Uuuh!" exagerado.
Rider me observa en silencio por un segundo. El tipo de silencio que no es derrota, sino análisis. Como si estuviera viendo otra capa de mí, una que él conoce bien porque, en parte, es suya.
—Te estás volviendo buena en esto, pelirroja.
—¿En qué? ¿En humillarte frente a tus fans? —Le guiño un ojo—. Aprendo de los mejores. O al menos, de los más ruidosos.
Él suelta una risa baja, de esas que se le escapan cuando intenta no demostrar que se divierte. Luego gira para volver a su posición. Yo doy un par de pasos hacia atrás.
—Bueno, chicos, suerte en su práctica. Traten de no tropezarse entre ustedes. Aunque con lo que vi, el hielo debería temerles más a ustedes que al revés. —Me doy la vuelta, pero antes de alejarme por completo, lanzo mi último disparo por encima del hombro—. ¡Ah, y Rider! Intenta no quedarte pensando en mí toda la práctica. Sé que es difícil, pero tú puedes.
Mi voz rebota en las paredes de la pista. Las risas de algunos jugadores llenan el aire. Puedo sentir su mirada clavada en mí, incluso sin voltear.
Camino hacia la salida, satisfecha. No por haberlo vencido en un duelo de sarcasmos —eso pasa a menudo—, sino por algo más.
Antes de cruzar la puerta del estadio, echo un vistazo hacia atrás. Rider está parado en medio de la pista. No se mueve. Solo me observa. Hay una media sonrisa en su rostro, esa que no es arrogancia ni burla. Es... orgullo.
Y entonces lo entiendo. Lo que acabamos de tener no fue una pelea, ni un juego. Fue un espejo.
Todo lo que me lanza, lo devuelvo. Toda su arrogancia, su confianza, su fuego... sin darme cuenta, he empezado a devolverlo con la misma intensidad. A su manera, me ha entrenado tanto como lo ha hecho el hielo.
Y él lo sabe. Lo ve. Y en su silencio satisfecho, lo admite.
Yo también sonrío.
Porque si hay algo mejor que ganar, es hacerlo con estilo.
Y esta vez, ese estilo también es suyo.
***
El sol acaricia el jardín trasero con la suavidad de una tarde de sábado perfecta. La brisa apenas mueve las hojas de los naranjos que rodean nuestra mesa de hierro forjado. Kam ríe mientras juega con su cucharilla, y Julie, como siempre, narra alguna anécdota absurda de la clase de arte contemporáneo. Escucho a medias, enfocada más en el espresso con caramelo que tengo entre las manos. Dulce, intenso, preciso. Como me gusta.
—No puedo creer que haya dicho que el azul Klein era sobrevalorado —suelta Julie, indignada.
—Dijo que era solo "azul carísimo" —corrige Kam, riendo a carcajadas.
—¡Es historia del arte, por Dios! —Julie se lleva una mano al pecho como si realmente le doliera.
—Y tú eres un espectáculo enojada —le digo, sonriendo con los labios manchados de café.
Nos reímos las tres. Me encanta este rincón del mundo: mi jardín, mi paz, mis amigas. Hay días en los que todo parece encajar como una pirueta perfecta. Y luego hay días como hoy, cuando la arrogancia tiene nombre y apellido.
Editado: 05.09.2025