Las luces del salón son tan cálidas como artificiales. Cristales tallados, copas brillando como estrellas frías, conversaciones flotando en un murmullo elegante que huele a vino caro y perfumes de colección. La cena de negocios de mi padre ha llegado a su punto más tedioso: todos aparentan sonrisas, todos visten negro o azul marino, todos hablan como si su próxima frase definiera el destino del mercado global.
Estoy sentada en una de las esquinas de la mesa principal, con un vestido borgoña que grita sofisticación, aunque mi expresión neutral contradiga su efecto. Los camareros se mueven como sombras entrenadas entre nosotros, sirviendo platos tan decorativos como insípidos. Mis tacones tocan el suelo con sutileza, pero mi paciencia hace rato que se agotó.
He charlado, por educación, con tres hombres mayores que me preguntaron si pienso seguir la carrera de mi padre. Les respondí que no. Que mi vida está sobre el hielo, no entre números ni oficinas con ventanas sin aire. Uno de ellos murmuró algo sobre juventud rebelde y me sonrió como si esperara que agradeciera su condescendencia.
No lo hice.
—Por el amor de Dior, Sydney —dice mi madre desde su lugar, más cerca del centro de la mesa—. Podrías intentar sonreír al menos una vez esta noche.
La miro con calma, fingiendo no haber oído el juicio escondido en sus palabras. Su cabello está recogido en un moño perfecto, sus labios pintados de rojo clásico, su postura es la de una reina sin corona. Siempre le ha importado la imagen. Siempre le ha costado entender que no finjo bien cuando no quiero estar en algún lugar.
—¿Y si no tengo nada que me haga sonreír? —pregunto sin ironía.
—Haz lo que hacen los adultos: finge. A veces es más elegante.
Respiro hondo y bebo un sorbo de agua con gas. Mis dedos rosan el borde de la copa mientras escucho una risa grave a unos metros. Entonces, como un acto reflejo, mi cuerpo se endereza y mis labios se curvan en una sonrisa auténtica. No de protocolo, no de cortesía. Real.
—¡Sydney! —dice la voz con tono cálido, familiar—. ¿Cómo está mi patinadora favorita?
Me giro con rapidez. Ahí está él, alto, con el cabello gris peinado hacia atrás, ojos vivos y una presencia que domina el salón con la calma de quien no necesita imponerse. Markov Ivanovich. Socio de mi padre desde hace más de una década, empresario ruso de inversiones en energías limpias y, para mí, simplemente "tío Marko".
—¡Tío! —me levanto y lo abrazo antes de que los demás puedan reaccionar.
Mi madre arquea una ceja, pero no dice nada. Porque hasta ella sabe que Markov puede hacer sonreír hasta a una estatua.
—Estás hecha toda una mujer —dice con ternura, tomándome de los hombros para mirarme de frente—. Pero aún tienes esos ojos de fuego que tenías a los diez años. No los pierdas, Sydney.
—No planeo hacerlo. Me ayudan a intimidar a los inversionistas.
Él ríe. Una risa auténtica, poderosa, que hace girar algunas cabezas. Me guía hasta su lugar en la mesa y me pide que lo acompañe. Nadie se opone. Ni siquiera mi padre, que le lanza una mirada complacida. Me siento a su lado y, durante unos minutos, la cena cambia de tonalidad.
Markov no me pregunta por mi carrera. Me pregunta por el último programa que monté, si ya perfeccioné ese salto que él llama "el imposible" y si Kam y Julie aún gritan como locas en las gradas cuando patino. Le cuento todo. Le hablo de mis entrenamientos, de las ampollas, de cómo se siente cuando una coreografía fluye tan bien que te olvidas de que hay un mundo fuera del hielo.
—Estaré en tu próxima presentación —dice con solemnidad, tocando su copa con la mía—. Como siempre. Tú sabes que nunca falto.
—Nunca —repito, con una sonrisa más suave—. Eres mi talismán de la suerte.
Mi madre me observa desde su extremo de la mesa. Me ha notado. No la sonrisa diplomática que exige, sino la verdadera. La que solo aparece cuando la emoción vence al protocolo. Ella bebe un sorbo de vino, sin decir nada. A veces creo que no entiende que en lugares como este no quiero fingir. Y otras veces pienso que, en el fondo, le envidia a Markov lo fácil que le resulta hacerme feliz.
Después de un rato, me alejo con una excusa sutil y salgo hacia la terraza del salón. El aire nocturno acaricia mis hombros descubiertos y alivia la presión de estar rodeada de máscaras. Desde aquí, las luces de la ciudad parecen joyas perdidas sobre terciopelo negro.
—Así que solo sonríes cuando alguien como yo aparece —dice Markov a mi lado, habiéndose escapado también.
—No hay muchos como tú en esa mesa.
—Tampoco muchos como tú, Sydney. Es por eso que no debes dejar que te ahoguen con reglas.
Lo miro, y por un momento me siento menos sola.
—Gracias por venir —susurro—. Me salvaste de otra noche fingiendo.
—Siempre lo haré. Hasta que el hielo deje de brillar.
Me sonríe, y esa frase se queda grabada en mi alma como un ancla suave. Entonces, por primera vez en toda la noche, me siento exactamente donde debo estar.
***
—No puedes quedarte encerrada todo el día, Sydney —dice mi madre desde el umbral de mi habitación, con los brazos cruzados y ese tono que siempre intenta sonar amable, pero que termina drenando mi paciencia—. Vendrán mis amigas y vamos a salir a almorzar. Vístete bonita, como siempre lo haces.
Editado: 05.09.2025