—No voy a permitir que me afecte —murmuro mientras acomodo mi cuaderno sobre el pupitre.
Kam me lanza una mirada de aprobación, como si entendiera que ese susurro es más que una simple afirmación: es una decisión. Julie se cruza de piernas con elegancia y saca brillo a sus uñas, como si no le importara el mundo, pero su expresión tensa la delata.
Estamos en uno de los pasillos laterales del edificio de ciencias sociales, esperando que abran la sala para nuestra siguiente clase. Las risas de los estudiantes, el sonido de mochilas cayendo al suelo y el murmullo de conversaciones ajenas llenan el ambiente. Pero nada logra distraerme realmente. No hoy.
—¿Sabes? —dice Kam, rompiendo el silencio mientras se acomoda el suéter de cachemira sobre los hombros—. No sé cómo aguantaste tanto tiempo sus comentarios sin ponerlo en su lugar.
—Porque tenía esperanza —respondo sin pensarlo, y la frase me duele en la garganta como si tragara vidrio.
Julie se detiene un segundo. Me mira. Y sé que entiende. Ella ha estado conmigo desde el inicio del semestre, desde que Rider era solo un arrogante más en la universidad. Desde que empezaron los roces, las bromas, los intercambios cargados de tensión que, admito, me hacían sonreír cuando no debería. Julie vio todo, al igual que Kam. Y ahora solo asiente con la cabeza, como si me diera permiso para soltarlo de una vez por todas.
Estoy a punto de seguir hablando cuando lo siento.
No necesito verlo. El aire cambia apenas unos pasos detrás de nosotras. Esa energía suya —confianza teñida de descaro— llega antes que su voz.
—¿Sydney? —dice con un tono suave, casi casual. Como si no hubiera dicho lo que dijo hace días. Como si nada hubiera pasado.
No levanto la mirada. Ni un milímetro. Kam y Julie lo notan de inmediato. Kam frunce el ceño, y Julie cierra su libreta con un golpe seco.
—Hola, chicas —intenta, esta vez más abierto, dirigiéndose a las dos.
El silencio es glacial. Kam finge revisar su móvil. Julie cruza los brazos con lentitud, como si se preparara para una pelea. Yo mantengo los ojos fijos en mis notas, releyendo la misma frase tres veces sin entender una sola palabra.
—Vaya, ¿todo bien por aquí? —pregunta con ese tono burlón que suele usar cuando quiere provocar. Como si pudiera forzar una reacción. Como si aún tuviera poder sobre mis emociones.
Me niego a dárselo.
—¿No tienes otro pasillo en el que presumir tu ego? —dice Julie con un tono ácido, sin siquiera mirarlo.
Kam suelta una risa breve, seca, más cortante que amable.
—Supongo que no. Algunos egos necesitan público —añade Kam.
Siento que la tensión se espesa. Rider guarda silencio durante un par de segundos, lo suficiente para que la incomodidad se instale como una cuarta presencia entre nosotras.
—Solo quería hablar —dice finalmente, con la voz un poco más baja.
—Ella no quiere —responde Kam, sin dudar.
—Y nosotras tampoco —agrega Julie, con una sonrisa helada.
Lo miro. Por primera vez desde que llegó, levanto la vista y lo enfrento.
No con rabia.
No con tristeza.
Con una frialdad medida, quirúrgica. Con el mismo gesto que él ha usado cientos de veces para alejar a los demás. Hoy lo pruebo yo.
Y funciona.
Rider frunce ligeramente el ceño, como si ese gesto —mi indiferencia— fuera más potente que cualquier grito o reproche. Se pasa una mano por el cabello con frustración, pero no dice nada más. Quizá porque sabe que cualquier palabra sería en vano. Quizá porque no esperaba que lo ignorara. Que le negara justo lo que él más domina: la atención.
Dio por hecho que yo seguiría el juego.
No lo haré.
Ya no.
Da un paso atrás. Y otro. Luego se gira y se aleja con las manos en los bolsillos, la cabeza baja.
—Eso fue... ¿satisfactorio? —pregunta Julie.
—No tanto como esperaba —respondo con sinceridad.
Kam me pasa una mano por la espalda con dulzura.
—Es que todavía duele.
Asiento. Claro que duele. Que me haya decepcionado así. Que pensara de mí lo mismo que dicen las bocas envenenadas de esta universidad. Que redujera mi historia a una etiqueta de "niña rica superficial".
Pero al menos esta vez no lloré.
No me escondí.
Y no le di ni una sola palabra más.
La puerta del aula finalmente se abre. Nos levantamos en sincronía. Y mientras caminamos hacia la clase, con nuestras mochilas a la espalda y los pasos seguros, entiendo algo: estoy aprendiendo a defenderme, incluso de quienes pensé que podían cuidarme.
Y ese, tal vez, sea el comienzo de algo mejor.
***
Mi habitación parece un campo de batalla académico. Libros abiertos sobre el suelo, hojas impresas con esquemas de psicología tiradas en mi cama, resaltadores sin tapa y tres tazas distintas con restos de café que probablemente ya podrían ser considerados organismos vivos.
Editado: 05.09.2025