El frío del estadio se cuela por el cuello de mi abrigo mientras me acomodo en el asiento junto a Kam y Julie. El hielo refleja las luces del domo como una pantalla inmensa, y la multitud ya vibra incluso antes del primer silbatazo. Hay algo eléctrico en los partidos universitarios: adrenalina, gritos, tensión y ojos que escudriñan cada movimiento.
Mis dedos envuelven la taza de chocolate caliente que Kam me pasó hace cinco minutos, pero apenas he probado un sorbo. Julie comenta algo sobre el número diez del equipo rival —demasiado alto, demasiado guapo— y Kam se ríe. Finjo prestar atención, pero mi mirada ya está en el hielo.
Rider está ahí.
Con el casco en mano, la chaqueta aún sin ponerse, patina de un lado al otro del banquillo mientras el entrenador grita indicaciones. El resto del equipo calienta, choca palmas, afina estrategias. Pero él... él me busca.
Lo siento.
Lo sé.
Y no voy a devolvérsela.
—¿Va a intentar hablarte después del partido? —pregunta Julie en voz baja, con un tono cortante.
—Que lo intente —respondo, sin mirarla.
Kam me da un codazo leve, cómplice.
—Entonces nosotras vamos con paraguas. Para protegernos del desastre emocional que eso será.
Me río apenas, un sonido breve, pero no aparto los ojos del hielo.
Él se detiene. Me ve. Y lo sé. Puedo sentir la tensión en su espalda incluso desde aquí, aunque estemos separados por metros, ruido y todo lo que no dijimos. Me observa como si esperara algo. Una señal. Una sonrisa. Un perdón no dicho.
Pero yo solo tomo un sorbo del chocolate. Ni siquiera parpadeo.
Y entonces el partido comienza.
Rider es el primero en salir al centro, su número brillando en la espalda. Las porras se levantan como un rugido, pero hay un segundo —solo uno— en el que lo veo perder el equilibrio antes de posicionarse. Solo una décima de duda. Una grieta. Y esa inseguridad persiste durante todo el primer tiempo.
Patina con torpeza. Su pase al ala derecha va demasiado largo. Luego intercepta un disco, pero en lugar de avanzar, lo devuelve atrás sin sentido. Cuando intenta bloquear al delantero del equipo contrario, lo hace tarde. Le gritan desde la banca. El entrenador se lleva las manos al rostro. El público murmura.
Julie suelta una carcajada maliciosa.
—¿En serio ese es el mismo chico que casi parte el hielo hace dos semanas? ¿Qué le pasa?
Kam no responde. Me mira.
Y yo solo me mantengo firme.
No es mi culpa. No lo es. Él dijo lo que dijo. Y lo escuché. Y aunque sus palabras no estaban dirigidas a mí directamente, las sentí como cuchillas en la piel. Me describió con desprecio: superficial, chica de fiestas, obsesionada con la moda y el dinero, como si yo fuera solo eso. Como si todo lo demás que soy no importara.
Y ahora está en el hielo, atrapado en su propio desorden.
—¿Y si lo bench-ean? —pregunta Kam, medio en serio, medio esperando que no pase.
No lo hacen. Porque Rider, incluso en su peor día, tiene destellos que lo sostienen. Aunque no anote, aunque falle en los pases, cuando falta un minuto para el cierre del segundo tiempo, roba el puck en una maniobra desesperada y logra que su compañero marque el empate. No lo celebra. Ni lo mira. Solo respira fuerte, jadeando, mirando al suelo helado como si fuera el reflejo de sus errores.
En el último tiempo, las cosas mejoran. Pero no por él. Es el resto del equipo el que empuja, el que marca el segundo gol, el que sostiene la defensa.
Y aun así, cada vez que me busca —porque lo hace, lo sé— no recibe nada.
Ni una mueca.
Ni una mirada.
Ni siquiera rabia.
Solo indiferencia.
Y tal vez eso le duela más.
El silbato final estalla como un trueno y las gradas se levantan en vítores. Han ganado. Pero no por él. No esta vez.
Rider se queda al borde del hielo unos segundos más, con los guantes colgando y el casco en una mano, mirando hacia donde estamos. Yo ya estoy de pie. Kam y Julie también. Bajamos por las escaleras mientras los aplausos resuenan, y la victoria es de todos... menos suya.
Y justo antes de salir por el túnel del estadio, me doy la vuelta.
Por un instante.
Y sí. Ahí está.
Mirándome como si el aire le faltara. Como si estuviera más herido ahora que tras todos los golpes del partido.
Pero yo solo giro el rostro y me pierdo entre la multitud.
Él tendrá que aprender que hay cosas que no se pueden deshacer con una mirada. Ni siquiera con una victoria.
***
El café humea entre mis manos, tibio y reconfortante. El murmullo del restaurante es suave, casi un susurro lejano, mientras miro a papá sentado frente a mí, vistiendo uno de sus trajes oscuros de siempre, pero sin la corbata. La dejó en el auto, me dijo. "Hoy no soy empresario", aclaró. "Hoy soy solo tu papá".
Editado: 05.09.2025