Me recuesto en la cama con el brazo cubriéndome los ojos, sintiendo cómo el techo parece más lejano hoy. Mi habitación está en silencio, salvo por el leve zumbido del ventilador y el vaivén constante de mis pensamientos. Todo me pesa: la universidad, mi madre, Rider, incluso yo misma, como si llevar mi nombre ya fuera una carga.
Entonces, como un reflejo involuntario, cierro los ojos y recuerdo el primer día que pisé esta universidad.
Era otoño. Las hojas estaban secas y crujían bajo mis nuevas botas. El campus parecía salido de un catálogo de sueños, y yo... yo me sentía invencible. Creía que el mundo me abriría los brazos porque había llegado la chica que todos conocían, la que aparecía en revistas de sociedad junto a su madre perfecta, la que tenía seguidores incluso antes de tomar su primer café universitario.
Lo tenía todo. O al menos eso pensaba.
Recuerdo cómo las chicas se acercaban a mí con sonrisas tan grandes que dolían. Me decían cosas como "¡Me encanta tu estilo!" o "¡He visto tu Instagram, eres lo máximo!". Y yo, estúpidamente ilusa, pensé que era genuino. Que alguien por fin me veía sin juzgar.
Me dejé llevar. Las invité a mi casa, las llevé a comer a lugares caros, les presté vestidos que ni siquiera habían salido en temporada. Me reí con ellas, lloré frente a ellas. Les conté sobre mi madre, sobre mi infancia solitaria en casas enormes y mesas silenciosas, sobre mis inseguridades, sobre mis ganas de tener algo real. Creí que me escuchaban.
Pero lo real nunca estuvo allí.
Lo supe la primera vez que me enfermé y ninguna contestó mis mensajes. Ni una.
Lo confirmé cuando escuché, por accidente, a una de ellas reírse mientras decía que "estar cerca de mí era como tener un pase VIP a todo". Que no sabían si yo era divertida, pero que al menos servía de excusa para que los chicos ricos las invitaran a las fiestas.
Y lo acepté, con rabia y vergüenza, cuando una de ellas me pidió que la mencionara en una historia de Instagram "para subir seguidores", justo después de contarle que me sentía rota por dentro.
Mi fama era útil. Yo no.
Me levanto y camino hacia mi escritorio. Veo la vieja polaroid que Kam tomó el primer mes de clases, cuando aún no nos hablábamos mucho. Allí estoy yo, con un vestido blanco y el cabello perfectamente alisado, rodeada de chicas con sonrisas falsas y copas de champagne. Me cuesta mirarla. La dejo boca abajo.
En ese entonces, no sabía que la amistad real no brilla ni exige atención. Que no necesita marcas ni fiestas. Que no hace capturas de pantalla ni corre a contar lo que le confías.
Y me duele haber tenido que aprenderlo así. A la fuerza.
Hoy me quedan pocas personas: Kam, Julie, algunas risas reales, aunque escondidas entre días de ruido. Y eso debería bastarme. Pero hay una parte de mí —la parte que aún es esa niña buscando aprobación en los ojos de su madre— que sigue queriendo gustarle a todo el mundo. Que se pregunta por qué no fui suficiente para esas chicas.
Sus rostros vuelven a mí como sombras: perfectas, bronceadas, siempre riendo, siempre mostrando más de lo que sentían. Me enseñaron que la amistad puede ser un espejo sucio, que no todo lo brillante es oro y que a veces, las personas solo se acercan para ver qué pueden llevarse.
Me dejo caer de nuevo en la cama y abrazo una almohada. Me prometí que no lloraría por ellas, pero siento ese ardor molesto detrás de los ojos. No por ellas, sino por mí, por haber sido tan ingenua, por haber creído que bastaba con ser generosa, buena, accesible.
Ahora lo sé: no todas las sonrisas son sinceras.
Y yo, Sydney Calder, he aprendido a sonreír con los labios y a guardar mi corazón bajo llave.
Porque ya no tengo ganas de que lo sigan usando como un pase de entrada a una vida que ni siquiera yo pedí tener.
***
El aire huele a palomitas de maíz recién hechas, mezclándose con el dulce aroma del helado de vainilla que Kam insiste en comer, incluso cuando afuera llueve. Mi cuarto parece una zona de guerra: cojines por todas partes, mantas enrolladas como serpientes perezosas, tres vasos casi vacíos de Coca-Cola y una caja de pizza abierta en el centro de la cama, como si fuera una ofrenda sagrada.
Julie se ríe con tanta fuerza que le brotan lágrimas. Kam ya no tiene control y literalmente se cae del colchón, dándose de bruces contra la alfombra mullida. Yo apenas puedo respirar; no sé si es por la risa o por el simple alivio de estar aquí, ahora, sin pensar en nada más, que en lo ridículo que es ver a Adam Sandler usando botas de esquimal mientras intenta surfear en una piscina inflable.
—¡¿Cómo se le ocurren estas cosas?! —grita Kam desde el suelo, abrazando una almohada como si fuera su salvavidas.
—¡Está completamente enfermo! —añade Julie, secándose las lágrimas—. Enfermo y brillante.
Yo no puedo decir nada. Solo río. Río con ganas. Río sin filtro. Río como hacía tiempo no lo hacía.
Una escena termina con un golpe inesperado y el sonido de un grito exagerado, y todas volvemos a gritar como si fuera la primera vez que lo vemos. No importa cuántas películas de este tipo hayamos visto hoy —¿tres?, ¿cuatro?—, cada una tiene algo que nos destroza el estómago de la risa. Ya ni siquiera tenemos ganas de fingir sofisticación. Esta es nuestra terapia grupal y no hay juicio aquí.
Editado: 05.09.2025