—Max, no puedo creer que le dijeras a Kam que su coeficiente intelectual te da miedo —dice Julie entre carcajadas, con un trozo de muffin a medio camino hacia su boca.
—Solo dije que es tan brillante que cuando habla de química, siento que me está lanzando hechizos —se defiende Max, empujando sus gafas por el puente de la nariz mientras su rostro se tiñe de rojo.
Kam le da un leve empujón con el hombro, riendo.
—No sabía que la intimidación intelectual te parecía romántica.
—Solo contigo —responde Max sin pensarlo, y se genera un coro de risas alrededor de la mesa.
Estamos sentados afuera, en una de las mesas de concreto frente al edificio principal de la universidad. El sol se cuela entre las hojas de los árboles, y el aire huele a café y a césped recién cortado. Es uno de esos días tranquilos en los que, por un momento, me permito no pensar en dramas familiares, ex que besan sin permiso, ni en lo que pasó aquella noche.
Estoy a punto de comentar algo cuando una sombra se detiene justo a mi lado.
—¿Vas a venir al partido, o no, estrella? —pregunta una voz que reconozco al instante. Es el número 14 del equipo de hockey, el mismo que ya me había dicho que debería ir a apoyar al equipo.
Antes de que pueda responder, se inclina rápidamente y deja un beso en mi mejilla. Un beso. En mi mejilla.
Mis ojos se abren un poco, entre sorprendida y divertida.
—Estás empujando tu suerte —digo, pero él solo sonríe, me guiña un ojo y se aleja.
—Piensa en lo que te dije, Sydney —murmura mientras se va, como si no acabara de dejar una bomba emocional en la mesa.
—¿Qué acaba de pasar? —pregunta Kam, pero ni siquiera tengo tiempo de responder.
Porque entonces él aparece.
Rider.
Su chaqueta deportiva abierta deja ver la camiseta ajustada que lleva debajo, su cabello está revuelto, como si acabara de quitarse el casco, y lleva una expresión que no sabría describir con precisión. Hay algo oscuro en sus ojos, una tensión que no había visto desde hace días. Se acerca como un huracán elegante, directo hacia mí.
Sin decir una palabra, pasa su mano por mi mejilla, justo donde el beso de su compañero aún arde como un recuerdo reciente. Es como si borrara una huella. Como si fuera suyo.
Mi cuerpo se congela. Max y Kam lo miran con los ojos abiertos. Julie frunce los labios, pero se queda en silencio. Y Rider, ese idiota arrogante, no se detiene ahí.
Me toma de la cintura.
Me atrae.
Y me besa.
No es un beso de disculpa. No es uno de esos suaves, cargados de remordimiento o deseo contenido. Es crudo. Directo. Intenso.
Sus labios capturan los míos con hambre, como si hubiese estado esperando este momento durante semanas. Hay lengua, hay fuerza, hay una emoción que no logro descifrar del todo, pero que me atraviesa. Mi cuerpo responde antes de que mi cerebro lo autorice, y por un instante, un segundo maldito, le correspondo.
Pero entonces él se aleja, tan rápido como llegó.
—No olvides llevar mi camiseta —dice con la voz ronca, una media sonrisa grabada en sus labios, que aún están húmedos por el beso. Luego se gira, se pone sus gafas de sol y se aleja, como si no acabara de robarme el aire de los pulmones frente a todos.
Yo me quedo sentada. Aturdida. Estática. En shock.
Mis amigas y Max no dicen nada por un momento, como si esperaran que procesara lo que acaba de pasar.
—¿Estás... bien? —pregunta Max, con la delicadeza de quien se acerca a una bomba sin detonar.
—¿Eso fue un beso de "gracias por venir" o de "aquí está mi territorio"? —pregunta Julie, cruzando los brazos con expresión crítica.
Kam solo me observa, su ceja arqueada en señal de un análisis puro.
—Fue Rider —susurro, como si eso explicara todo.
Y quizás, de algún modo, lo hace.
Porque solo él es capaz de besarme así frente a todos. De marcarme. De dejarme sin respuestas. Y de irse como si el mundo no hubiera cambiado un poco en esos malditos segundos.
***
Las luces del centro comercial brillan con una intensidad artificial, reflejándose en los pisos pulidos y en las vitrinas de cristal que exhiben ropa como si fueran obras de arte moderno. El aire acondicionado está un poco más frío de lo necesario, pero eso no impide que nos sintamos animadas, riendo mientras caminamos entre las tiendas, con las bolsas en mano, probándonos gafas de sol ridículas y comentando cada prenda que vemos como si estuviéramos en un desfile exclusivo.
—Si vas a usar su camiseta, más te vale llevar algo bonito debajo —dice Julie, con una sonrisa traviesa mientras sostiene un top negro diminuto entre dos dedos—. Esto grita "me veo increíble sin esfuerzo".
—¿Quién dijo que voy a usar su camiseta? —replico, cargando mi voz de sarcasmo, aunque mis mejillas se calientan, delatándome.
Kam se cruza de brazos, levantando una ceja con escepticismo.
Editado: 05.09.2025