El pasillo de los vestuarios huele a hielo, a sudor, a competencia. Camino con la mochila colgada de un hombro, en busca de Kam, cuando lo veo. Rider.
Detenido junto a las máquinas expendedoras, con la cabeza agachada y el rostro vuelto hacia la sombra. Pero no necesito verlo por completo para sentir que algo no está bien.
Me acerco. Dos pasos. Tres. Y entonces lo veo.
El lado izquierdo de su cara está hinchado. Hay un tono amoratado que se extiende desde el pómulo hacia la mandíbula. Y sus nudillos... Dios. Están abiertos, rojos, con costras recientes y piel desgarrada. Tiene una bolsa de hielo mal apoyada contra la cara, pero no parece hacer mucho efecto.
—¿Qué te pasó? —pregunto sin pensar, mi voz una mezcla de sorpresa, rabia y preocupación.
Él levanta la mirada y, por un instante, intenta fingir esa sonrisa arrogante que siempre lleva. Pero se desarma antes de lograrlo.
—No es nada —murmura—. Me tropecé con un idiota.
—¿Un idiota o tus propios puños?
Lo tomo del brazo antes de que pueda alejarse y, sin esperar su aprobación, lo arrastro hacia la enfermería. No hay nadie dentro, solo una nota pegada a la puerta que dice "Vuelvo en 10 minutos". Perfecto.
—Siéntate —ordeno, y él obedece en silencio.
Voy directo a la bandeja metálica donde guardan gasas, antiséptico y crema para golpes. Me arrodillo frente a él y tomo su mano, marcada por la violencia, con los nudillos heridos. Él la deja caer sobre mi palma, como si le costara admitir el dolor.
—¿Fue por el partido? ¿O por alguna estupidez entre ustedes?
—Fue por ti.
Mis dedos se detienen en seco sobre el algodón.
Levanto la vista.
—¿Cómo?
Él respira hondo. Mira hacia el techo un segundo y luego vuelve a encontrar mis ojos.
—Uno de mis compañeros. Estaba diciendo que tú solo venías a los partidos porque querías atención. Que eras otra groupie con brillo y piernas bonitas. Que seguro estabas "calentando al capitán".
Siento cómo mi estómago se encoge, pero no digo nada. Espero.
—Le pedí que se callara. No lo hizo. Se burló. Dijo cosas peores. Y... lo golpeé. No lo pensé mucho, solo lo hice.
Paso el algodón con cuidado sobre sus nudillos abiertos. Él se contrae un poco, pero no se queja.
—Eres idiota —le susurro, limpiando la sangre seca—. Podrías haber terminado expulsado. O peor.
—Lo sé —responde—. Pero no podía dejarlo hablar así de ti. Nadie debería hacerlo.
Lo miro fijamente. Hay sinceridad en su tono. Ninguna de sus palabras suena vacía.
—¿Y si hubiera sido mentira lo que dijo?
—Entonces seguiría defendiéndote. Porque nadie tiene derecho a tratarte como un objeto. Nunca.
Mi corazón da un salto inesperado. Sus dedos tiemblan un poco bajo los míos, y no sé si es por el dolor o por lo cerca que estamos. O tal vez ambos.
Cuando termino de vendarle los nudillos, sus ojos siguen fijos en mí. Me detengo. Siento el calor en mis mejillas. El peso de sus palabras sigue latiendo en el aire.
—Gracias —susurro.
Y antes de pensarlo dos veces, me inclino.
Lo beso.
No por impulso. No por atracción momentánea. Sino como respuesta.
Es suave. Lento. Un "gracias" profundo que no sé cómo más expresar. Él responde con ternura, su mano sana apoyándose en mi cintura. No hay prisa. No hay torpeza. Solo la calidez de dos personas que, por fin, dejan caer sus escudos.
Cuando me separo, sus ojos brillan con algo más que dolor.
—¿Eso fue una receta médica? —bromea, su voz ronca.
—Fue un agradecimiento —respondo, sin sonreír, porque todavía lo estoy sintiendo—. Y un poco de advertencia. Si te vuelves a romper los nudillos por mí, la próxima no te curo yo. Te cose la enfermera. Sin anestesia.
Él ríe, y el sonido me invade el pecho como un latido fuerte.
—Hecho.
Me siento a su lado, en silencio, compartiendo ese instante. Las heridas siguen ahí, pero no son solo físicas.
Son las que él dejó ver para defenderme. Y las que yo empiezo a sanar con cada caricia sobre sus dedos.
Y por primera vez, me doy cuenta de que esto... esto puede ser real.
***
La feria ilumina la noche como si alguien hubiera volcado un tarro de estrellas sobre el cielo. Luces de neón parpadean en cada esquina, y el aire está cargado con el aroma a algodón de azúcar, maíz tostado y pura adrenalina.
—¿Lista? —pregunta Rider, con una sonrisa que apenas logra ocultar la emoción infantil en su mirada.
—¿Lista para qué? —alzo una ceja, fingiendo indiferencia mientras camino a su lado.
—Para ganarle a todos estos niños de seis años en el tiro al blanco —dice, señalando el stand repleto de patitos flotantes.
Editado: 05.09.2025